Una pastilla rosa cambió mi vida para siempre. Pasé de ser el hijo único y orgullo de papá a convertirme en su princesa. Mamá me enseñó a vivir como mujer, papá terminó aceptándolo… y Adrián, mi mejor amigo, se volvió mucho más que eso. Ahora salimos, me regala flores y me detona siempre que puede.
Una tarde, Adrián pasó por mí justo después de comer. Papá lo saludó con la confianza de siempre, como si lo considerara parte de la familia. Yo bajé las escaleras con un vestido que mamá había elegido conmigo esa mañana, y que, según ella, “le encantaría a Adrián”.
El camino en su auto fue un juego silencioso de miradas y sonrisas. Su mano descansó sobre mi rodilla como si perteneciera ahí desde siempre, luego fue subiendo hasta tocar mí intimidad y yo no hice nada por apartarlo.
En su departamento, la conversación apenas duró unos minutos antes de que las palabras se quedaran cortas. Adrián se acercó, y sentí cómo todo se reducía a su presencia, a su mirada fija en mí, a ese bulto en su entrepierna, esa energía masculina que yo ya no tenía y que me envolvía. Cada gesto suyo era más decidido, más seguro, y yo me descubrí respondiendo con la misma intensidad.
No hacía falta decir nada; ya sabíamos qué queríamos. Y cuando finalmente nos dejamos llevar, lo único que importaba era ese momento, sus embestidas se sentían en mí pelvis en mí vientre, sentía que se me salían los ojos y ese vértigo de sentir que, pese a todo lo que había cambiado en mí, esto se sentía completamente natural.
Al final, recostada a su lado, escuché su voz baja decir:
—No puedo creer que me terminaría enamorando de ti.
Yo tampoco podía creerlo. Pero ahora, con su mano recorriendo mí espalda, con mi cara apoyada en su pecho, sabía que ahora me encanta ser mujer.

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