Pasaron dos años desde que el Gran Cambio me convirtió en mujer, desde que deje de se el profesor Diego y me volví la profesora Danna, desde mi primera vez con Mauricio, mi alumno. Estuve con otros hombres, pero ninguno logró despertar en mí la misma electricidad que él. Recién había terminado mi última relación hacía unas semanas, por falta de pasión, cuando recibí un mensaje que me erizó la piel:
"Hola profe Diego… perdón, profa Danna."
Sonreí. Había algo perversamente excitante en que él supiera quién había sido antes. Ese detalle convertía cualquier palabra en un juego peligroso. Le contesté:
"Hola Mauricio, ¿cómo estás?"
Conversamos durante horas. Entre bromas, recuerdos y silencios cargados, terminé escribiendo lo que en el fondo deseaba:
—Vivo sola… deberías venir a verme.
Su respuesta fue tan directa que sentí un calor recorrerme: "Sólo si te pones algo sexy."
Dos días después lo recibí en la puerta con un vestido corto y lencería negra debajo. Apenas entró, me tomó de la cintura y me empujó contra la barra de la cocina. Sus labios me devoraron y sus manos se colaron bajo mi vestido.
—Nunca imaginé ver al profe Diego usando lencería —susurró al apartar mi prenda íntima de un tirón.
Sus palabras me atravesaron. Había algo humillante en escucharlo, en que me recordara quién fui… y a la vez, esa humillación me encendía más de lo que quería admitir. Gemí mientras me alzaba sobre la barra fría, sintiéndome expuesta y suya. Cada embestida me arrancaba un jadeo agudo, y yo solo podía aferrarme a él, consciente de que me estaba reduciendo a lo que nunca imaginé ser: una mujer necesitada, abierta, adicta a su fuerza.
Me corrí en un estallido que me dejó temblando, abrazada a su cuello. Y cuando nos desplomamos después en mi cama, su brazo rodeándome, lo supe: algo en mí había cambiado para siempre.
Al despertar, todavía en lencería, decidí cocinarle un bistec. Mientras lo preparaba, no dejaba de mirar la barra. Recordaba cómo me había tomado ahí, sin piedad, y mi entrepierna se humedecía de nuevo.
Él entró detrás de mí, me dio una nalgada fuerte y me susurró al oído:
—Me encanta que me cocines después de que te hice mía.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Sí, era humillante… pero también delicioso. Y me descubrí deseando más de esa sumisión, de esa manera en la que me hacía sentir pequeña, dominada, absolutamente mujer.
—Si me pides que sea tu novia, podría cocinarte así siempre —le dije sin pensar, con la voz rota por la entrega.
Él respondió con un beso profundo, apasionado. Ese día entendí que lo que Mauricio me daba no era solo sexo. Era una nueva identidad. Una adicción que ya no quería dejar.


No hay comentarios:
Publicar un comentario