Capítulo 3: Tacones y consecuencias
Karina se sentó frente al escritorio, con el portátil abierto y el navegador lleno de pestañas sin respuestas. Cerró la tapa con un suspiro frustrado y marcó el número de Elena.
Nada.
Ni tono. Ni buzón de voz. Como si el número hubiera sido desconectado o bloqueado por completo. Volvió a intentarlo. Y otra vez. Solo el silencio.
Apoyó la frente sobre la mesa y apretó los ojos. No conocía a ninguno de los amigos de Elena. Ni una sola persona cercana a ella. La relación había sido... funcional. Siempre en su departamento o en la oficina. Siempre bajo su control. Cuando tenía tiempo libre, lo invertía en antros, en noches fugaces con mujeres a las que olvidaba antes de salir del edificio.
Pensó que Elena nunca lo sabría. Que esas escapadas se quedaban enterradas entre las sábanas de otras. Pero evidentemente, en algún momento, se enteró. De alguna forma, se dio cuenta.
Sintió un nudo en la garganta. Ganas de llorar, de gritar, de golpear algo.
Fue interrumpida por un golpe suave en la puerta.
—¿Jefa? —dijo Ricardo, asomándose con cuidado—. Lamento interrumpirla así, pero… mañana tiene cita con el alcalde de la localidad. Tiene que convencerlo de renovar nuestro subsidio por los próximos cuatro años.
Karina parpadeó. La cita. El subsidio. Mierda. Había olvidado la reunión por completo. Era uno de los compromisos más importantes del mes.
Elena no pudo elegir peor momento para arruinarle la vida.
Respiró hondo, tratando de no dejar que la ansiedad le quebrara la voz.
—Gracias, Ricardo. Necesito que le digas a Joana que me acompañe un par de horas. Y cuento contigo y con Eliot para mantener esto funcionando mientras tanto.
—Claro, jefa. No se preocupe. —Y cerró la puerta con esa eficiencia silenciosa que tanto apreciaba en él.
...
Horas más tarde, Karina caminaba por el centro comercial junto a Joana, aún un poco incómoda con cada paso. Los tacones le revelaban un nuevo mundo de incomodidad. Por lo difícil que era caminar ahora y por las miradas que recibía su trasero desde que se puso esos instrumentos de tortura.
—Mañana tengo reunión con el alcalde Torres —le dijo, mirando distraída las vitrinas—. Pero nunca he sido muy buena para elegir ropa.
Al menos ropa femenina pensó para sí misma.
—Necesito que me ayudes a elegir algo para la reunión con el alcalde.
—Puedes usar un vestido de tono oscuro, es lo más formal. También medias y tacones. El alcalde es de esos que creen que una mujer bien vestida dice más que mil palabras —dijo Joana, girando hacia una tienda de ropa elegante—. Vamos, tengo una idea.
Probarse vestidos fue una experiencia humillante al principio. Los cierres que no subían del todo. La faja que tuvo que usar para que no se viera debajo del vestido comprimia su cuerpo y la hacia sentirse humillada. El frío en la espalda. El largo de los tacones.
Pero después de unos cuantos intentos y varias risas de complicidad con Joana, encontró uno que le quedaba perfecto: azul marino, de corte ajustado, escote sutil en el pecho y en la espalda, con una abertura lateral que mostraba la pierna hasta media altura del muslo. Elegante, sobrio, pero llamativo.
Se miró al espejo. Esa soy yo, pensó. O al menos esa es en quien se había convertido.
—¿Y qué opinas de estos? —dijo Joana, señalando unos tacones negros de punta fina.
Karina los sostuvo en la mano. Le temblaban los dedos.
—Esto te parecerá raro, Joana, pero… mañana, ¿me puedes maquillar tú antes de la reunión?
Joana la miró sorprendida por un segundo. Pero luego sonrió, con una calidez inesperada.
—Claro que sí, jefa. Lo haré con gusto. Vas a lucir perfecta.
Karina asintió en silencio, sin saber si sentirse agradecida o aterrada.
Porque mañana tendría que convencer al alcalde. Como mujer. En tacones. Con maquillaje. En un cuerpo que aún no terminaba de aceptar como suyo.
Y no había forma de volver atrás.

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