Capítulo 4: Clic, clac
Karina llegó temprano como siempre, pero no para trabajar. Apenas abrió las instalaciones, se encerró en su oficina con la puerta cerrada y los tacones en una bolsa. La reunión con el alcalde era a las dos de la tarde y, aunque la noche anterior había practicado durante horas, aún no dominaba del todo el equilibrio.
Los tacones eran una especie de humillación constante: el clic clac sobre el piso era un recordatorio incómodo, insistente, el sonido anunciaba que una mujer estaba ahí. Y era ella, que apenas hace unos días fue hombre, esa mujer.
Cuando el reloj marcó el mediodía, se dirigió al vestidor de mujeres. Sacó el vestido azul, las medias negras, la faja que Joana había elegido para ella y los tacones de punta fina. Se los puso en silencio, mirándose un instante en el espejo sin saber si admirarse o lamentarse.
Al salir del vestidor, se acercó a Joana, que estaba anotando cosas en su cuaderno de inventario.
—Ayúdame con lo que quedamos ayer —dijo Karina, con la voz tranquila pero con los nervios a flor de piel.
Joana sonrió y asintió. En pocos minutos, aplicó base, delineador, máscara y un labial suave, casi imperceptible. La peinó hacia un costado y fijó el cabello con un poco de spray.
—Lista —dijo con orgullo—. Te ves increíble. Ahora ve y convence a ese dinosaurio.
...
La oficina del alcalde Torres quedaba a diez minutos en coche. Karina aparcó frente al edificio municipal, bajó del vehículo con cuidado —clic clac— y respiró profundo antes de entrar.
El secretario la hizo pasar sin espera. El alcalde, un hombre robusto de traje gris claro y bigote perfectamente peinado, la recibió con una sonrisa que le pareció demasiado amplia, demasiado fija.
—¿Con quién tengo el gusto, señorita? —dijo, levantándose y extendiendo la mano.
—Soy Karina Mares, prima de Daniel Mares. Vengo a hablarle de los beneficios de seguir subsidiando a MonteLibre EcoTours —respondió Karina, estrechando la mano con firmeza.
Torres no disimuló. Su mirada bajó sin permiso a sus piernas, luego subió lentamente, como inspeccionando la fachada de un edificio que le gustaría poseer. Karina sintió el escalofrío, pero lo ocultó detrás de una sonrisa profesional.
Sacó el portafolio, desplegó los gráficos, habló con claridad y convicción sobre el impacto económico del turismo ecológico en la comunidad, sobre los empleos que generaban, sobre las mejoras en el sendero que habían financiado con el último subsidio.
A pesar de todo, se sintió en control. No como antes, cuando era Daniel y bastaba con alzar la voz o mostrar números. No. Esta vez había algo más... algo que tenía que equilibrar con una danza silenciosa: verse atractiva pero seria, segura pero no agresiva, firme pero amable.
Torres asintió, finalmente.
—Está bien, señorita Mares. Me parece que su empresa sigue siendo una inversión inteligente para el municipio. Renovaremos el subsidio por cuatro años más.
Karina sonrió, aliviada.
Se pusieron de pie. Ella le extendió la mano para sellar el trato, pero él no se conformó con eso. La jaló suavemente hacia sí y le dio un beso en la mejilla, demasiado cerca de la comisura de los labios.
—Es un gustó hacer negocios con una señorita tan guapa—dijo con una voz que se arrastró como aceite tibio.
Karina sintió cómo ardía su rostro, pero no apartó la vista. Solo sonrió una última vez y dio media vuelta.
Mientras salía de la oficina, podía sentir la mirada del alcalde clavada en sus nalgas, en sus caderas, en cada paso de sus tacones.
Clic. Clac.
Supo que había ganado. Que el subsidio estaba asegurado. Que MonteLibre seguiría siendo rentable.
Pero también entendió algo más profundo. Algo más amargo.
Para mantener su poder, esta vez había tenido que pagar un precio distinto. Un precio silencioso, incómodo.
Y aún no sabía cuánto más tendría que pagar en esta nueva vida.

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