Mamá me prometió la sorpresa de mi vida cuando me graduara. Nunca imaginé algo así. Al abrir la puerta de su habitación, me quedé sin palabras: su sonrisa traviesa me decía que todo iba a cambiar… y vaya que lo hizo. Nunca esperé que me convirtiera en mujer.
Todavía me siento extraño en mi nuevo cuerpo. Cada curva, cada movimiento, cada roce de la piel es un descubrimiento constante. Siento cosas que antes no conocía: la suavidad de mis muslos al caminar, el cosquilleo al rozarme los brazos, y… bueno, ciertas partes de mi cuerpo que reaccionan a estímulos que antes ni siquiera notaba. Es inquietante, emocionante… y un poco confuso.
Mamá no ha dejado de insinuar que está deseando que me case y le dé muchos nietos. Sus palabras son provocativas, sus gestos… demasiado sugestivos. Me hace preguntas indirectas sobre chicos, sobre citas, sobre cómo me sentiría siendo esposa y madre. Me ruborizo solo de imaginar lo que tiene en mente.
Y entonces apareció Eric. Mamá insistió en que lo conociera, el hijo de su mejor amiga, “un buen esposo para ti”, dijo. Alto, seguro de sí mismo, con una sonrisa que me hizo sentir cosquilleos en lugares que no sabía que existían. Nos presentamos y, de inmediato, sentí una tensión extraña. Cada gesto suyo, cada mirada, cada risa compartida hacía que mi cuerpo reaccionara de maneras que me confundían y fascinaban a la vez.
Pienso en que, quizás, mi vida no sería tan mala incluso si tengo que ser esposa y madre. Mis nuevas curvas, mi nueva voz, la forma en que me miro en el espejo… todo parece preparado para este papel. Y aunque parte de mí siente miedo, otra parte no puede evitar imaginar la intensidad de estas nuevas sensaciones, la atracción que Eric despierta y lo mucho que puedo disfrutar siendo esta versión de mí mismo.
Nunca pensé que una “sorpresa de graduación” pudiera despertar tanto… curiosidad, deseo y un extraño placer por lo desconocido. Y, aunque no sé exactamente qué me espera, algo dentro de mí ansía descubrirlo.