El día amaneció sin una nube. La luz que se filtraba por las cortinas de la suite nupcial era dorada, prometedora. Yo estaba mirándome en el espejo, definitivamente ya no era Jairo, ahora era Janine... y pronto me volvería una esposa.
Las chicas llegaron temprano, cargando bolsas, risas y una energía contagiosa.
“¡Vamos, novia, que el tiempo vuela! Debes vestirte de inmediato” dijo Carla, a quién engañé con su mejor amiga cuando fui un hombre.
El vestido colgaba de la puerta del armario, una obra de encaje y seda. Era más pesado de lo que imaginaba. La primera gran batalla fue con el corsé interior.
“Respira hondo… y ahora suelta el aire,” instruyó Valeria, quien se había arrodillado detrás de mí mientras yo me aferraba a un poste de la cama. Sentí las cintas apretarse, moldeando mi cintura, levantando mi busto. Una sensación de contención y, a la vez, de una feminidad exquisitamente definida. Jadeé un poco.
“Duele un poco,” admití, con una risa nerviosa.
“Es la belleza, querida. Duele por unos minutos pero vale la pena” dijo Sofía, ajustando un tirante con manos expertas. “Además, cuando veas la expresión de Andrés, se te olvidará todo.”
Entre las cuatro, con paciencia y un par de bromas para distraerme, lograron cerrar el corsé. Luego vino el vestido en sí, un suave y pesado manto que levantaron con reverencia y deslizaron sobre mi cuerpo. Cuando lo abrocharon, sentí un escalofrío. El encaje rozaba mi piel, la cola se extendía detrás de mí con majestuosidad. Era real.
Los tacones fueron el siguiente desafío. Altos, delgados, elegantes. Como hombre, jamás habría imaginado el equilibrio y la fortaleza que requerían.
“Acostúmbrate a caminar con ellos antes de la ceremonia,” sugirió Laura, observándome desde la puerta con una expresión que no lograba descifrar: era orgullo, nostalgia y algo más…
Di mis primeros pasos vacilantes. Una de ellas me ofreció su brazo, otra arreglaba el ruedo de mi vestido. Sentí la red sólida y cálida de la amistad femenina. Me estaban guiando, no por venganza, sino por mi felicidad.
“Estás radiante, Janine,” murmuró Carla. Las demás asintieron. El perdón y la aceptación se habían sellado en ese instante, entre risas, consejos picantes y la ayuda con los broches complicados.
Llegó el momento. La música comenzó a sonar a lo lejos, el murmullo de los invitados se convertía en un susurro expectante. Mi padre, me esperaba al final del pasillo. Había sido un dolor convencerlo de que su su hijo ahora era su hija pero cuando lo entendió estuvo feliz de llevarme al altar.
Antes de salir, Laura se acercó y me tomó de las manos.
“Él te quiere, Janine,” dijo, su voz seria y clara. “Lo que empezó como mi venganza… se convirtió en algo verdadero. Sé feliz.” Su apretón fue fuerte. Ya no era la hechicera vengativa, sino mi amiga que, de la forma más retorcida posible, me había dado el mayor regalo: a mí misma.
La caminata por el pasillo fue un sueño. Las miradas de los invitados, las sonrisas, el mar de rostros borrosos. Pero al fondo, bajo un arco de flores blancas, estaba él. Andrés. Su traje color vino hacía resaltar su sonrisa, ancha y desarmada. Sus ojos, llenos de una admiración tan profunda que me hizo olvidar el peso del vestido y el pinchazo de los tacones. Solo existía él.
Ese día me casé, lo hice sin ningún arrepentimiento, ya no era más Jairo en lo absoluto, solo existía la mujer que nació de él. La mujer a la que le encanta tener relaciones con su novio, la que aceptó su propuesta de matrimonio y está en el altar a punto de casarse. La mujer que soy: Janine.
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