Capítulo 8: Cambios inevitables
El día siguiente al rescate fue, sin dudas, uno de los más difíciles para mí.
Me desperté con el corazón acelerado, el cuerpo tibio y una sensación extraña entre las piernas. Tardé unos segundos en recordar el sueño que me había dejado así.
Estaba en la playa, vestida con un vestido blanco que se agitaba con la brisa marina. A mi lado caminaba Ricardo, descalzo, tomando mi mano con ternura. La arena estaba tibia, el cielo anaranjado por el atardecer.
—¿Dónde estuviste toda mi vida? —me decía él, mirándome como si fuera la única persona en el mundo.
—Haciendo unos cambios en mí —respondía yo con una sonrisa tímida.
Y luego nos besábamos. Un beso lento, profundo, dulce… tan real que al despertar podía recordar el sabor salado de sus labios.
Me senté de golpe en la cama, aún respirando agitada. El sueño me había aterrado, no solo por lo vívido, sino por lo que despertaba en mí. ¿Estaba enamorándome? ¿Era eso posible? ¿O era solo la confusión de tantas emociones cruzadas?
Y lo peor: una parte de mí deseaba volver a soñarlo.
Sacudí la cabeza, tratando de sacarme la imagen de Ricardo de la mente. Tenía un tour programado ese día. Necesitaba enfocarme. Me duché y me preparé como siempre, aunque algo seguía revolviéndose en mi estómago.
Ya en las instalaciones, fui al vestidor a cambiarme de ropa. Al bajar los pantalones sentí algo raro. Una humedad inusual.
Miré mi ropa interior.
Sangre.
Mi mente tardó unos segundos en procesarlo. Toqué el tejido, lo olí. No había duda. Era sangre.
Sentí que el mundo se detenía.
La cabeza me dio vueltas. Me apoyé contra la pared, tratando de respirar. Estaba sola en el vestidor y no sabía qué hacer.
Con las manos temblorosas, tomé el celular y le escribí a Joana:
¿Puedes venir al vestidor? Es urgente. Estoy… no sé. Estoy mal.
Joana llegó en menos de un minuto, algo alarmada.
—¿Qué pasó? —preguntó al entrar.
Yo solo levanté la vista, con el rostro pálido.
—Estoy… sangrando. Ahí abajo.
Joana me miró perpleja por un segundo. Luego parpadeó.
—¿Es en serio? ¿Nunca habías tenido tu periodo?
Negué con la cabeza, apretando los labios. Sabía que era un periodo pero al ver sangre en mi entrepierna no pensé en eso como primera opción, ni siquiera estaba en las veinte opciones que consideré.
—Nunca. Es la primera vez.
Joana asimiló la información, tragó saliva y recuperó su tono práctico.
—Ok. Está bien. No pasa nada. Te voy a ayudar.
Sacó su teléfono y le escribió rápidamente a Eliot y a Ricardo. Luego me miró.
—Le pedí a Ricardo que dé el tour. Y Eliot se queda en la oficina por si llega alguien. Yo me voy a encargar de ti.
Asentí, sintiendo cómo la presión en el pecho se aflojaba apenas. No estaba sola.
Joana buscó en su bolso un par de toallas femeninas, me las pasó con cuidado y comenzó a explicarme todo como si se tratara de una adolescente atravesando la pubertad.
—También vas a tener que aprender a usar tampones —añadió con delicadeza—. Con la ropa ajustada que usamos para las caminatas, la toalla se marca demasiado.
La miré, horrorizada.
—¿Tampones? ¿También eso?
Joana sonrió apenas, comprensiva.
—No ahora, tranquila. Ya es demasiado con todo lo que estás pasando.
Fruncí el ceño.
—¿Todo lo que estoy pasando?
Joana suspiró. Bajó la voz. Se sentó a mi lado en la banca del vestidor.
—Sí. Tal vez me estoy volviendo loca, pero todo encaja. Lo resolví… Eres Daniel.
Sentí que el mundo se me venía encima. Una cosa era haberle contado mi secreto a Tania, mi hermana, pero otra muy distinta era verme descubierta así, sin control, sin red.
—¿Cómo te diste cuenta? —pregunté con voz apenas audible.
Joana me miró con ternura y firmeza.
—No sabes nada sobre ser mujer. Tuve que ayudarte a elegir ropa y maquillarte para el encuentro con el alcalde. También noté que nunca habías usado tacones hasta ese día… todo me parecía raro. Pero lo de hoy lo confirmó todo. Ninguna mujer tiene su primer periodo a tu edad. A menos que haya empezado a ser mujer hace poco.
Se detuvo un momento, dándome tiempo para procesar.
—Además, conoces demasiado bien el negocio. Nadie aprende a manejar esto en semanas. Es imposible saber todo lo que tú sabes… a menos que lo hayas hecho durante años. Como Daniel.
Estaba en shock. Mi rostro empalideció, sentí la sangre zumbando en mis oídos. No había forma de negar nada. Todo tenía sentido. Demasiado sentido.
—No te preocupes —agregó Joana rápidamente—. No le diré a nadie. Además, nadie me creería.
Asentí, vencida.
—Gracias —dije apenas—. Creo que… me voy a tomar el resto del día. Tengo muchas cosas que pensar.
Joana me abrazó brevemente, con esa calidez callada que no necesitaba palabras. Luego salió, dejándome sola en el vestidor.
El resto del día lo pasé en casa, viendo el tiempo pasar desde la ventana.
Había contratado a un detective hacía unos meses, con la esperanza de dar con el paradero de Elena. Pero hasta ahora, nada. Ni una pista. Ni una señal.
No parecía que podría volver a ser Daniel pronto. Y esa tarde, por primera vez, no deseaba otra cosa.
O eso creí.
Porque en medio del silencio, la imagen de Ricardo apareció en mi mente. Su sonrisa. Sus brazos. La forma en que me había mirado en el sueño.
Un pensamiento fugaz me cruzó:
Quisiera estar en sus brazos ahora mismo.
Y al darme cuenta de lo que acababa de pensar, rompí a llorar.
Lloré por Daniel. Por Karina. Por todo lo que había perdido. Y por todo lo que, quizás, empezaba a querer sin entender por qué.

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