Caminaba descalza por el piso pulido, sintiendo la suave tela de mi vestido rojo rozar mi piel. Me encantaba su delicado contacto. Me había puesto las botas porque a Rodrigo —mi antiguo amigo, ahora mi dueño y pareja— le encantaba vérselas puestas. Él había insistido en que usara este color porque, según decía, me hacía ver "suave y apetecible". A mí me encantaba obedecerle.
El aroma a vainilla y canela flotaba en el aire, un perfume que Rodrigo elegía personalmente para nuestra casa. Todo estaba en silencio, excepto por la música suave que salía del altavoz. Era la lista de reproducción que Rodrigo ponía para hacer el amor: “Para cuando estás sola y quiero que me pienses”. Yo la ponía todos los días, como si fuera una orden grabada en lo más profundo de mi ser, y recordaba a Rodrigo dentro de mí mientras realizaba mis labores domésticas.
Me acerqué al espejo del pasillo y retoqué mi gloss con cuidado. Rodrigo odiaba que se me borrara. Con una sonrisa que me nació naturalmente, me alisé el cabello largo y sedoso que ahora cuidaba con verdadera devoción. No por vanidad, sino por él, solo por él.
A las 6:30 en punto, escuché el sonido de las llaves en la puerta, ese sonido que siempre hacía que mi corazón latiera más rápido.
Corrí a la cocina, serví el vino y encendí la última vela justo a tiempo. Rodrigo entró con su traje ligeramente desordenado y con esa expresión de satisfacción que siempre me hacía temblar por dentro.
—Buenas tardes, muñeca.
Bajé la mirada y sonreí como me había enseñado la terapeuta de la clínica: ni demasiado tímida, ni demasiado confiada. El equilibrio perfecto de devoción.
—Buenas tardes, mi amor. ¿Cómo estuvo el trabajo?
—Largo. Pero pensé todo el día en esto —dijo mientras me jalaba por la cintura y me besaba, lento, dominante.
Me fundí en sus brazos como si fuera de papel, entregándome por completo. Cuando él terminó el beso, susurré:
—¿Te parezco linda?
Rodrigo me acarició el cuello y me abrió lentamente la bata, sin decir una palabra.
—Mucho. Pero aún no es hora de hablar —me dijo con una sonrisa que me encantaba.
—Entonces... ¿qué deseas que haga, mi amor?
—Ponte tu body negro, unas medias de red y tacones. Y espérame en la sala, arrodillada. Quiero que esta noche recuerdes quién ganó aquella apuesta.
Obedecí sin dudar, con una felicidad que me llenaba por completo. Porque lo mejor que me había pasado... fue perder.


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