Capítulo 9: El juguete
Evité a Ricardo durante los días siguientes. Siempre tenía una excusa: que debía revisar cuentas, que tenía llamadas pendientes, que no me sentía bien. Pero por dentro, sabía que lo evitaba por miedo. A lo que pudiera decir. A lo que pudiera hacer. A lo que yo pudiera sentir. A la confusión que me provocaba que hace menos de medio año yo era un hombre con novia y ahora era una mujer caliente por él.
Las pocas veces que nos cruzábamos, algo dentro de mí vibraba. Sin quererlo —o quizás sí—, lo observaba. Me descubría mirando sus brazos fuertes, el pecho firme bajo la camiseta ajustada, incluso… el bulto entre sus pantalones. Y cada vez que lo hacía, me sentía sucia. Confundida. Humana.
Los sueños húmedos no ayudaban.
En uno de ellos, estaba en mi oficina, revisando documentos, cuando Ricardo entraba sin camisa, su piel bronceada brillando con el sudor de la caminata. Yo me lanzaba a sus brazos, él me alzaba con facilidad y mis piernas se enroscaban alrededor de su cintura. Nos besábamos con desesperación. Intentaba no pensar en lo que pasaba después en el sueño, pero mi cuerpo sí lo recordaba. Lo recordaba demasiado bien.
En otro sueño, Ricardo me rescataba. Yo era quien estaba atrapada en la zanja. Ricardo bajaba por mí, me tomaba en sus brazos, me cargaba con fuerza y me sacaba a la superficie. Al llegar arriba, me abrazaba y me besaba con fiereza. Luego comenzábamos a tocarnos… pero antes de que el sueño siguiera, me desperté exaltada, con el corazón latiéndome en la garganta.
Todo eso me tenía al borde de un ataque de nervios.
Para colmo, también evitaba —hasta cierto punto— a Joana. Agradecía su silencio, pero la sensación de haber sido descubierta me generaba una incomodidad constante. El trabajo, que antes era mi refugio, se había convertido en un campo minado. Evitaba a dos de mis tres empleados. Solo podía hablar con Eliot con naturalidad.
Harta del nudo constante en el estómago, decidí llamar a mi hermana. Necesitaba hablar con alguien que realmente me conociera.
Tania estudiaba psiquiatría en el extranjero. Atendió la videollamada con su rostro fresco y una taza de café en la mano.
—¿Todo bien? —preguntó de inmediato, notando la tensión en mi cara.
Solté un suspiro largo y le conté todo. Primero, que Joana descubrió mi secreto. Descubrió que soy Daniel. Que me convertí en mujer de alguna manera pero soy yo.
—Sentirse expuesta en algo tan íntimo y secreto siempre genera shock —me dijo Tania con suavidad—. Pero si crees que Joana no va a decir nada, entonces relájate. El peor escenario ya pasó. Y sigues ahí, viva.
Asentí, pero había más.
—Ok… hay otra cosa que quiero contarte.
Y entonces le relaté todo lo que había pasado desde el rescate de Ricardo. Cómo me había salvado, cómo me había cargado, la forma en que me miraba, y cómo desde ese día no podía dejar de pensar en él. Cómo lo observaba, lo deseaba, lo soñaba. Todo.
Tania escuchó sin interrumpir. Luego sonrió, como si ya lo hubiera imaginado.
—Tiene sentido —dijo con tono profesional, aunque con una chispa divertida en los ojos—. Tu cuerpo es femenino ahora, Karina. Y es completamente normal sentir atracción por un macho que ha demostrado fuerza y confiabilidad. Es un instinto primitivo. Básico. Está codificado en nuestro cerebro desde hace miles de años. Las mujeres lo sentimos porque garantiza que nuestra pareja será alguien que podrá protegernos y cuidar de nosotras y de nuestros hijos.
Puse los ojos en blanco.
—No me hables de bebés, por favor.
Tania rió.
—Lo digo en términos evolutivos, tranquila. Solo te digo que lo que sientes no es raro. No es perverso. Es biología.
Suspiré.
—No lo entiendo. Yo soy… era… Daniel. ¿Cómo puede mi cuerpo estar reaccionando así?
—Porque tu cuerpo es distinto ahora —dijo Tania—. Pero también porque estás viviendo cosas nuevas, emociones nuevas. Y te estás permitiendo sentirlas.
Se hizo un silencio. Entonces Tania lo soltó, con una sonrisa pícara:
—Deberías dártelo.
—¡¿Qué?! —exclamé, casi atragantándome.
—A Ricardo. Tiene todo el perfil de buen amante. Y parece que a ti ya te tiene loca.
—No puedo hacer eso, Tania —respondí, visiblemente exaltada.
—¿Por qué no?
—Porque… no lo sé. Porque todavía me estoy descubriendo. Porque no sé lo que quiero. Porque... no sé si soy yo la que lo quiere. O si es este cuerpo.
Tania se quedó pensativa un momento y luego dijo:
—Entonces empieza por entender lo que sientes. Sin miedo. No te juzgues por tener deseo. Eres humana. Y además, mujer. No hay nada malo en desear a alguien que te hace sentir protegida.
Bajé la mirada, en silencio.
Sabía que mi hermana tenía razón. Pero eso no hacía que fuera más fácil.
Tania sonrió de nuevo, y supe que esa expresión no auguraba nada inocente.
—Te voy a mandar algo. Tal vez te ayude —dijo mientras tecleaba algo en su computadora—. Es un juguete.
Arqueé una ceja, intrigada. Instantes después, me llegó un mensaje con un enlace de Amazon. Al abrirlo, mis mejillas se encendieron de inmediato.
—¡¿Tania?! —exclamé, bajando la voz como si alguien pudiera oírme.
—¿Qué? Llevas casi medio año en ese cuerpo. Seguro que imaginas la manera de usarlo —dijo Tania con toda naturalidad, como si hablara de una crema facial.
Estaba completamente roja. Sentía que el calor me subía por el cuello y me hervía en las orejas.
—No puedo creer que me estés recomendando esto…
—Piensa en ello como terapia física —agregó Tania, aún divertida—. Tal vez no estás enamorada. Tal vez solo tienes ganas, y quitártelas hace que dejes de pensar en Ricardo todo el día. A veces el cuerpo solo necesita una vía de escape.
Desvié la mirada, incómoda. Pero no podía negar que mi hermana tenía un punto. Si aquello podía ayudarme a sacarme de la cabeza —o del cuerpo— esa ansiedad que me consumía, tal vez valía la pena intentarlo.
Suspiré.
—Voy a pensarlo.
—Cómpralo ahora, ya me agradecerás después—dijo Tania con una risita, antes de despedirse.
Cerré la videollamada y me quedé sola, mirando el link.
Tal vez tenía razón. Tal vez valía la pena hacer la prueba.
El paquete llegó esa misma tarde.
Me sobresalté al oír el timbre. Me asomé por la ventana y vi al repartidor alejándose. El paquete estaba en la puerta, discreto, sin logos visibles. Lo tomé con rapidez, como si alguien pudiera descubrirme.
Pasé el resto del día evitándolo. Lo dejé sobre la cama, sin abrirlo, caminando a su alrededor como si fuera una bomba. Pero al llegar la noche, después de la ducha, en el silencio de mi habitación, decidí enfrentarlo.
Con manos temblorosas, rasgué el empaque.
Allí estaba.
Lo sostuve entre mis dedos, lo miré de todos lados. Me sentí ridícula por un momento. Pero también... curiosamente humana. Como si fuera parte de un rito que muchas mujeres habían hecho alguna vez.
Me acosté, respiré profundo y dejé que la curiosidad venciera a la vergüenza.
Al principio fue torpe. No sabía exactamente cómo meterlo, cómo moverme, cómo guiar mi propio cuerpo. Pero poco a poco, algo dentro de mí comenzó a despertar. Mi respiración se agitó, mis muslos se tensaron, mi espalda se arqueó.
Y en el momento cúlmine, justo cuando sentía que el mundo desaparecía, una imagen apareció con fuerza en mi mente.
Ricardo.
Ricardo sobre mí, dentro de mí. Su cuerpo, su fuerza, su respiración contra la mía. Era él quien me estaba llenando, era él quien me hacía estremecerme.
Me vine con un gemido ahogado y los ojos cerrados. Una calma infinita me envolvió, como si por fin hubiera liberado algo que me tenía atrapada desde hacía semanas.
Me quedé en la cama, respirando lento, con las sábanas enredadas entre mis piernas.
Pero Ricardo seguía ahí, en mi mente. No se había ido.
Tal vez no había funcionado del todo.
Pero al menos, pensé mientras me tapaba con la colcha, había sido un respiro en medio de mi vida sofocante.

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