Capítulo 10: Bajo la tormenta
Los días siguientes fueron más llevaderos para Karina.
El juguete —ese pequeño secreto que compartía con Tania y con nadie más— le ayudaba a liberar tensión física, y con ello parecía recuperar cierta calma emocional. Aunque sus pensamientos de culpa eran más pesados. ¿Cómo podría disfrutar tanto de un consolador cuando hace unos meses había sido un hombre? Por qué tenía sentimientos femeninos y tan fuertes por Ricardo—a veces bastaba con verlo levantar una caja o reírse con Eliot para que su estómago se revolviera— pero al menos, por ahora, lo tenía bajo control.
La oficina volvía a sentirse como un espacio seguro.
Esa tarde, sin embargo, algo alteró la rutina.
Llegó un grupo de turistas extranjeros, entusiastas, cargados con mochilas y cámaras, buscando una caminata por los senderos del cerro. Eran alrededor de las dos de la tarde. El cielo estaba despejado, pero Karina sabía que el pronóstico era incierto: se esperaba una posible tormenta eléctrica.
—¿Seguro quieren subir hoy? —preguntó en inglés, con una sonrisa diplomática—. Hay posibilidad de tormenta más tarde. Podrían hacer la ruta corta mañana temprano...
—Nos vamos mañana del país —respondió uno de los turistas—. Es ahora o nunca.
Insistieron tanto que Karina cedió. El pronostico era de tormentas ligeras, se podía regresar si el agua no venía con fuerza, pensó. Estaba a punto de calzarse las botas para guiar el grupo ella misma cuando Ricardo se adelantó.
—Yo me encargo —dijo él, ya preparándose.
Tenía una cara de determinación que Karina había visto antes. Confiaba mucho en él, era su mejor elemento así que decidió dejarle esa tarea.
—Está bien —dijo, con un tono serio—. Pero nada de paradas largas. Diez minutos máximo en cada punto. Y si ves que el cielo se pone feo, bajan de inmediato.
—Entendido, jefa.
Ricardo salió con el grupo, y Karina se quedó en la oficina. Por un rato, todo estuvo en calma.
Hasta que dejó de estarlo.
La tormenta no anunció su llegada. Simplemente cayó del cielo con una violencia repentina. El viento se arremolinó como un látigo, las primeras gotas fueron gruesas y frías, y al cabo de minutos la montaña estaba sumida en una oscuridad prematura, como si el día hubiera saltado directamente a la noche.
Karina y Joana intentaron comunicarse por radio con Ricardo.
Nada.
La interferencia era total.
Pasó más de una hora así. El cielo rugía, y los rayos partían la lejanía como espinas de luz blanca. Las palmas de Karina sudaban, aunque hacía frío. Caminaba de un lado a otro sin decir nada. Eliot intentó hacerla reír con un par de comentarios, pero ni siquiera lo escuchó.
Finalmente, cerca de las cinco, una señal rompió el silencio estático del radio.
—Jefa, encontré un refugio, estamos todos bien... —La voz de Ricardo sonó entrecortada, seguida por un zumbido de interferencia. No pudieron escuchar el resto.
Karina apretó el transmisor, pero no hubo respuesta. Solo ruido blanco.
Otra hora pasó. Luego otra más. Afuera la lluvia ya era solo un murmullo, y el cielo empezaba a aclarar tímidamente. El radio volvió a hacer un crujido.
—Jefa, seguimos bien. Comenzaremos el descenso.
Fue todo lo que dijo.
Karina soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta. No sabía si debía llorar, gritar o simplemente sentarse. Pero lo importante era que estaban bien. Al menos eso parecía.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando por fin llegaron.
Empapados, con el barro pegado a las botas y los rostros demacrados por el cansancio, pero vivos. A salvo. Karina los esperaba en la recepción con toallas limpias, termos con té caliente y unos bocadillos que Joana había preparado.
Ricardo fue el último en entrar, cerrando la puerta detrás de todos. Su camiseta deportiva estaba completamente pegada al torso, revelando cada fibra de sus músculos tensos por el esfuerzo. Karina lo miró sin poder evitarlo. Sus ojos recorrieron sus hombros, su pecho, la línea que marcaba sus abdominales a través de la tela mojada. Cuando Ricardo notó la mirada, le sonrió con esa tranquilidad que solo él podía tener, como si todo estuviera bien porque simplemente él estaba allí.
Karina apartó la vista, sonrojada.
Ya más secos y sentados con los bocadillos en la mano, los turistas comenzaron a contar lo que habían vivido. Uno de ellos relató cómo Ricardo mantuvo la calma incluso cuando el cielo parecía romperse sobre ellos.
—Encontró una cueva y la revisó con su linterna antes de dejarnos entrar —dijo un joven de acento australiano.
—Nos hizo reír con historias absurdas para que no pensáramos en los truenos —agregó una chica francesa—. Fue como... nuestro guía y terapeuta al mismo tiempo.
—Me lo quiero llevar conmigo de vuelta a casa —bromeó otra, tocándole el bíceps a Ricardo, que rió con modestia.
Karina sintió un nudo en el estómago.
Era celos, lo sabía. Celos puros, primitivos, irreprimibles. Apretó las manos bajo la mesa y se obligó a sonreír como si nada pasara.
Poco después, el grupo se despidió. Agradecieron mil veces, se tomaron fotos con Ricardo y prometieron dejar buenas reseñas. La tormenta había quedado atrás, al igual que la tensión.
Ya solo quedaban ellos dos en la oficina. Afuera el viento había menguado. Solo se escuchaba el murmullo de las hojas mojadas y el goteo constante del techo.
Ricardo se acercó a ella con una expresión seria, casi vulnerable.
—Karina… —comenzó, bajando la voz—. Mientras estaba allá arriba, llegué a pensar que no lograríamos bajar. El cerro se estaba deslavando en algunas partes. Una de las veces… fue demasiado cerca.
Ella lo miró, sin decir nada.
—Pensé que no volvería a verte —añadió, tomándole la mano.
Karina tragó saliva. Su corazón latía con fuerza.
—Lo curioso es que, a pesar del miedo, solo me arrepentía de una cosa —dijo Ricardo.
Guardó silencio. Karina contuvo el aliento.
—¿Aceptarías una cita conmigo?
El tiempo pareció detenerse.
Ella lo miró a los ojos, y todo se quebró dentro de ella. El control, las dudas, la resistencia que había intentado mantener durante semanas.
Se lanzó a sus brazos y, sin más palabras, se fundieron en un beso.
Un beso cálido, húmedo, lleno de todo lo que habían callado. El alivio de saber que estaban vivos. El deseo acumulado. La verdad que ya no podían seguir negando.
En ese momento no le importó antes haber sido Daniel. No le importaban sus pensamientos confusos. Solo le importó que Ricardo volvió sano y salvo; y que ahora estaban juntos fundidos en un beso.

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