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Capítulo 14: Lo que elegimos
Los días siguientes fueron extraños. Tania se fue unos pocos días después, evitó el tema con la delicadeza que solo una hermana que ha metido la pata puede tener. Karina, en cambio, no podía pensar en otra cosa. Cada rincón de la ciudad le recordaba a Ricardo: la banca del parque donde se habían besado por primera vez, el mercado donde él le compró flores sin razón, el aroma del café fuerte que le gustaba tomar por las mañanas. Encima tenía que verlo en la oficina todos los días, era más incomodo que nunca.
Fuera del contacto profesional, Ricardo, o lo llamaba. No insistía. Ella sabía que no podía forzar nada. Lo único que podía hacer era esperar. Y sobrevivir.
Ricardo, por su parte, no podía dormir.
Todo en su cabeza era un torbellino. Las imágenes de Karina riendo, cocinando, abrazándolo, desnuda en su cama. Y luego la revelación. El pasado. Daniel.
Una noche, fue al centro ecoturístico. Encontró a Eliot cerrando el lugar y lo invitó a tomar una cerveza.
—¿Pasa algo? —preguntó Eliot, tras un rato de silencio.
Ricardo dudó. Luego se lo contó todo. O casi todo.
—La mujer con la que he estado saliendo... me mintió sobre algo importante. No fue una mentira, me ocultó algo importante.
Eliot se quedó callado unos segundos. Luego dio un trago largo a su cerveza.
—¿Te fue infiel? ¿Hizo algo para lastimarte de alguna forma?
Ricardo lo miró con sorpresa.
—¿Qué?
—Contesta las preguntas. ¿Te fue infiel? ¿Hizo algo para lastimarte de alguna forma?
—No. No a ambas—contestó Ricardo.
—Entonces no pasa nada, tal vez solo no estaba lista para contártelo. —dijo Eliot, para luego darle un trago a su cerveza.
Ricardo se quedó pensativo
—¿Y la amas?
—Si. Nunca he amado a nadie como amo a Karina—contestó Ricardo.
Eliot escupió su bebida
—¿Te estas acostando con la jefa? Amigo, esa mujer es rica, pídele perdón, no importa lo que te haya ocultado mientras no haya sido un amante.
Ricardo y rieron. Ricardo esa. De repente no parecía tan importante lo que pasó entre él y Karina, estaba listo para volver con ella.
Una semana después, Karina volvía del supermercado cuando lo vio esperándola frente a su edificio. Ricardo, de pie, con una chaqueta de mezclilla y las manos en los bolsillos.
Su corazón empezó a latir con fuerza.
—Hola —dijo él.
—Hola.
Silencio. La ciudad parecía apagarse a su alrededor.
—He estado pensando mucho —dijo Ricardo, finalmente—. En todo lo que pasó. En lo que me dijiste. Y en lo que sentí desde el primer día que te vi. No niego que fue un golpe duro. No es fácil asumir que estás de pareja con tu exjefe. Pero estoy listo para intentarlo de nuevo.
Ella sintió un nudo en la garganta.
—Te quiero, como nunca había querido a nadie—continuó él—. Estoy dispuesto a intentarlo si prometes no volver a ocultarme algo importante.
Karina se acercó despacio. Lo miró con lágrimas en los ojos. Él la abrazó. Y en ese abrazo, ella sintió que, por fin, podía dejar de correr.
—Lo prometo, no te ocultaré nada importante —susurró.
Karina lo besó. No con urgencia, ni con deseo desesperado, sino con la calma de quien ha elegido quedarse.
Meses después, en una tarde dorada de otoño, Karina atendía a unos turistas junto a Eliot y Joana, mientras Ricardo tomaba fotos del atardecer.
Tania la había vuelto a visitar y se había disculpado formalmente con Ricardo. Todo era distinto. Nada era fácil. Pero todo era auténtico.
Ya no pensaba en el cuerpo que había perdido. Ni en el nombre que había dejado atrás. Pensaba en lo que había elegido construir. En lo que era ahora. En lo que sería mañana.
Porque la vida no siempre te pregunta quién quieres ser. A veces te obliga a descubrirlo.
Y Karina, finalmente, había elegido ser ella misma.
Epílogo: Encuentros
Habían pasado diez años. Karina acababa de dejar a su hija mayor en la escuela, una niña de seis años que tenía su misma sonrisa y la mirada serena de Ricardo. En sus brazos cargaba a su segundo hijo, un pequeño de menos de un año que dormía profundamente mientras ella conducía por las calles de una ciudad que ya sentía como suya.
En un semáforo, mientras tarareaba una canción infantil, vio un rostro conocido entre la multitud. Tardó un segundo en procesarlo, pero lo supo de inmediato. Era ella. Elena.
La siguió a distancia, con el corazón palpitando más fuerte de lo normal. La vio entrar a una cafetería discreta en una esquina. Sonrió con incredulidad.
—Qué suerte tengo —susurró, sin saber si hablaba con esperanza o con miedo.
Estacionó el auto, aseguró al bebé en la cangurera y entró también. Elena estaba sentada sola en una mesa del fondo, mirando el menú con indiferencia.
Karina se acercó sin dudarlo.
—Hola, Elena.
La mujer levantó la vista, confundida. Había pasado tanto tiempo que el nombre ya no le sonaba familiar.
—¿Disculpa, te conozco?
Karina sonrió con suavidad, con algo de ternura, como si perdonara antes de acusar.
—Soy Daniel. Bueno… lo fui. Hasta hace once años. Tú me convertiste en mujer, ¿recuerdas?
Elena se quedó helada. Su rostro perdió color. Se puso de pie de inmediato, mirando hacia la salida.
—Yo… me tengo que ir.
Karina le tomó la mano. No con fuerza, sino con calma.
—No te puedo perseguir con un bebé en brazos. Solo quiero platicar.
Elena bajó la vista al pequeño que dormía contra el pecho de Karina.
—¿Es tuyo?
—Sí —respondió ella, con una sonrisa maternal—. Es mi segundo hijo. La mayor está en la escuela. Me casé hace siete años con Ricardo, un hombre increíble. Mi vestido fue blanco y todo. Después decidimos ser papás.
Elena se sentó, aún en shock. Su voz fue apenas un susurro.
—Yo no sabía que la pastilla funcionaría. Me la dio un amigo que es biólogo. Me dijo que era un fármaco experimental… irreversible. Yo… solo quería que entendieras lo que me hiciste. No quería arruinarte la vida.
Karina asintió lentamente. No había odio en su rostro. Solo una quietud que venía de muy lejos.
—Me la cambiaste —dijo—. Pero no la arruinaste.
El bebé se movió un poco, haciendo un suave sonido de hambre. Karina lo miró con ternura.
—¿Te importa si lo alimento?
Elena negó con la cabeza, todavía sin saber cómo reaccionar ante la mujer que tenía enfrente. La mujer que una vez fue el hombre que amó. Que la traicionó. A quien ella le había impuesto un destino insuperable. Y que, contra todo pronóstico, había encontrado la paz.
Karina se acomodó, con movimientos precisos y tranquilos, mientras el niño empezaba a mamar. Elena la observaba en silencio, con una mezcla de culpa, asombro y respeto.
—Nunca imaginé esto —dijo finalmente.
—Yo tampoco —respondió Karina—. Pero no cambiaría nada.
Hubo una pausa, y luego Karina preguntó:
—Entonces… usaste una pastilla para convertirme en mujer. ¿Y cómo hiciste para desaparecer? Te busqué, y no había rastro de ti.
Elena suspiró, bajando la mirada.
—Mi papá me invitó a vivir unos años en Europa. Estuve en Francia, Italia, España, Portugal… Él tiene una empresa transnacional y lo ayudé con papeleo y cosas así. Cambié mi nombre para que no me encontraras, pero no porque pensara que la pastilla funcionaría… sino porque me rompiste el corazón. Muy duro. Ahora me llamo Dulce. Volví al país hace unos meses. Estoy comprometida.
Karina sintió una punzada de culpa.
—Era literalmente otra persona —dijo con sinceridad—, pero lamento haberte hecho daño.
—Ya lo superé —dijo Dulce con firmeza, mientras reparaba en los detalles de la mujer que tenía enfrente: el vestido azul que se deslizaba con naturalidad por su hombro mientras sacaba el pecho para amamantar, el maquillaje discreto pero elegante, la pañalera bien organizada con todo lo necesario para atender a su bebé.
Karina la miró a los ojos, serena.
—Nunca fui un buen hombre. Era mujeriego, egoísta y, honestamente, un cretino. Me hiciste un favor al convertirme en mujer. Aprendí a ser mejor persona.
Siguieron poniéndose al día durante quince minutos, con breves sonrisas y miradas que se iban suavizando con cada palabra. Hasta que un hombre se acercó a la mesa y saludó a Dulce con una sonrisa cálida.
—Hola, querida. No sabía que nos acompañaría una amiga tuya.
—No —respondió Karina, poniéndose de pie—. Solo la vi pasar de casualidad. Me tengo que ir. Este niño ya se volvió a dormir, pero si no lo meto a su cama pronto, despertará y no me dejará dormir en la noche.
Se acomodó el vestido, cubriendo su pecho, y buscó algo en su bolso. Sacó una pequeña tarjeta.
—Por si quieres seguir la plática después —dijo, tendiéndosela a Dulce.
—Gracias —respondió Dulce, tomándola con una sonrisa tranquila.
Se despidieron con dos besos en las mejillas, como dos viejas amigas que alguna vez fueron otras personas.
Karina salió de la cafetería con el bebé aún dormido, el corazón ligero y la certeza de que, aunque su historia había comenzado como una venganza, había terminado como una vida nueva. Una mejor.
Y Dulce se quedó unos segundos mirando la tarjeta, pensativa, antes de guardarla con cuidado en su bolso.

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