Nunca pensé que unas simples palabras pudieran cambiar tanto mi vida. —¿Por qué siempre tengo que cuidarlo yo? —grité desde el sillón, intentando ignorar el llanto del bebé mientras jugaba en mi consola—. ¡Es tu hijo, no el mío!
Clara me miró con los ojos rojos, cansados, y la camisa manchada de papilla. Llevaba tres días sin dormir bien, y su esposo estaba de viaje. Su frustración se mezclaba con impotencia.
—Solo te pedí veinte minutos, Miguel —dijo con voz temblorosa—. Solo quería bañarme tranquila. Pero claro… eso es “cosa de mujeres”, ¿no?
Me sentí irritado, y contesté sin pensar:
—Exacto. No soy niñera.
Ella desapareció unos minutos y regresó con algo que brillaba entre sus manos: una pequeña cajita rosa.
—Muy bien —dijo con firmeza—. Si crees que cuidar a un niño es cosa de mujeres… entonces necesito que seas una.
Al principio pensé que era una broma. Mi risa fue corta cuando vi la seriedad en sus ojos. No dije nada mientras sostenía la pastilla entre los dedos. Y sin comprender del todo por qué, la tomé.
...
Desperté al día siguiente con una sensación extraña, como si mi piel no fuera mía. Corrí al espejo y me quedé sin aliento. Mi reflejo era otro: cabello largo, mejillas suaves, cuerpo pequeño y redondeado, curvas donde antes no había nada. Senos, caderas. Yo… no era yo.
Clara no dijo nada. Solo dejó ropa nueva en la cama: un vestido cómodo, unas bragas y un sujetador que tardé más de diez minutos en ponerme.
El llanto del bebé me sacó de mi shock. Fui yo quien lo cargó, con torpeza al principio. Y entonces, algo inesperado ocurrió: dejó de llorar. Fue la primera vez que sentí algo que no había sentido antes: una ternura intensa, un calor profundo que me llenaba el pecho y me hacía olvidar todo lo demás.
Los días pasaron y me encontré aprendiendo a preparar biberones, cambiar pañales, calmar cólicos con canciones suaves. Reía con cada gorgojeo, cada gesto, cada mirada del pequeño. Por primera vez, comprendí la profundidad de cuidar a alguien. Clara podía dormir un rato largo y yo… yo sentía que estaba haciendo algo que realmente importaba.
...
Todo cambió una tarde en el parque. Caminaba con el bebé en brazos, meciéndolo suavemente, cuando una voz amable interrumpió mi concentración:
—Parece que los dos necesitamos una tarde tranquila.
Era Andrés. Alto, con barba corta y una mirada cálida, cargaba a una niña dormida contra su hombro. Conversamos. Luego volvimos a encontrarnos. Día tras día, esas conversaciones se convirtieron en algo que esperaba con ansias. Andrés era viudo, trabajaba desde casa y traía a su hija al parque para que tomara sol. Su voz, su paciencia, su sonrisa… me hacían sentir segura, viva, deseada.
Cuando me invitó a salir, acepté. Caminamos, comimos un helado, y al final hubo un beso que me hizo temblar por dentro. Otro día me invitó a su casa. Sin el bebé. Música suave, cena lista, una intimidad que no había sentido nunca. Cuando nos quedamos solos, sentí la diferencia de fuerzas y ternura entre lo que Miguel hubiera sido y lo que Margarita podía sentir. Esa noche me sentí completamente mía y deseada.
...
Hoy, sigo cuidando a mi sobrino y también a la hija de Andrés. Vivo con él. Mi habitación tiene cortinas lilas, juguetes por todos lados y una mecedora junto a la ventana. A veces cocino, a veces canto, a veces me detengo a mirar a los niños y me pregunto cómo alguien que alguna vez fue Miguel pudo aprender a amar de esta manera.
Cuando alguien pregunta qué pasó con Miguel, Clara sonríe y sacude la cabeza:
—Miguel decía que cuidar niños era cosa de mujeres —dice, observándome jugar con los pequeños—. Y ahora… lo hace con el corazón.
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