Tenía dieciocho años y jamás había besado a una chica. No es que no quisiera, simplemente… nunca se había dado. Mi mejor amiga decía que era porque yo no sabía “mover mis encantos”, pero yo me encogía de hombros y cambiaba de tema.
Una tarde, mientras estábamos en su habitación, me dijo que tenía la solución a mi problema. Pensé que se refería a darme un consejo o presentarme a alguien, pero en cambio, sacó de su bolsillo una pequeña píldora rosa y me la puso en la mano.
—Confía en mí —sonrió, como si supiera exactamente lo que hacía.
Nunca pensé que me transformaría en una mujer… y mucho menos en una coqueta. Sentí mi cuerpo y mi voz cambiar, mi reflejo en el espejo me dejó sin aliento: pestañas largas, curvas suaves, labios irresistibles. Ella me enseñó a caminar, a mirar, a reírme de cierta forma.
No era lo que tenía en mente… pero debo admitirlo: funcionó. Y ahora, cuando cierro los ojos y recuerdo la cantidad de chicos que he besado desde entonces, me pregunto si de verdad quiero volver atrás.
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