El mundo se desdibujó entre fiebre y un sabor a frambuesa artificial en la enfermería. La pastilla rosa que la enfermera, con prisas, me dio por error, debía ser para otra persona. Ese día me convertí en mujer y ha pasado un año desde entonces, el recuerdo de aquel día palidece frente a la mujer que me mira desde el espejo.
Al principio, todo fue un eco de lo que fui. Cada mirada masculina en la calle era un alfilerazo, mi nueva estatura una jaula de cristal. La confirmación llegó con un frasco de mayonesa en la cocina de la oficina; mis manos, ahora pequeñas y de dedos más delgados, resbalaron sobre la tapa. Por primera vez, no pude abrir algo por mí misma. La fragilidad se instaló en mis huesos como un invierno permanente.
Pero el tiempo curva la realidad hasta hacerla habitable.
Descubrí que las faldas son frescas y liberadoras, que el viento juguetea con la tela de una manera que los pantalones nunca permitieron. Y en la oficina, el cambio fue sutil. Los saludos de beso en la mejilla que me daban mis compañeros hombres, antes eran impensables y ahora llevaban una calidez nueva. Algunos chicos empezaron a dejar pequeños tributos en mi escritorio: una flor de jacarandá en un vaso de agua, un chocolate con una notita que decía "eres muy guapa".
Al principio, me molestó. Hasta que un día, no lo hizo. Me sentí… halagada. Viva.
Fue así como acepté la cita con Carlos, de contabilidad, el de la sonrisa fácil que siempre tenía un dulce para mí.
Ahora estoy aquí, en un bar con un vestido corto y entallado, y su mano ha encontrado mi cintura sobre la silla. Es una mano ancha, que casi abarca el nuevo arco de mi cadera. Su voz, un susurro ronco y grave que se hunde en mi oído como miel espesa, me dice que mis ojos lo pierden.
Y lo más increíble, lo que revela la profundidad del cambio, es mi propia respuesta. Un calor húmedo y ajeno, pero que me pertenece, florece entre mis piernas. Es una caricia interna, un latido anticipado. Esta piel que me fue impuesta ahora se estremece, demandando más.
Ya no lucho contra este cuerpo. Lo escucho.
Y cuando sus dedos se aprietan ligeramente sobre mi hueso de la cadera, sé que esta noche, por pura y tremenda curiosidad, voy a dejar que Carlos entre en el territorio inexplorado de mi sexo. Dejaré que me haga suya por primera vez.
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