Miguel siempre había estado ahí para Romina. Desde niños, eran inseparables: reían, compartían secretos y se entendían sin palabras. Pero con el paso del tiempo, Miguel comenzó a verla diferente. Su sonrisa lo desarmaba, su voz le llenaba el pecho, y cuando ella lo invitó a ser su chambelán para sus quince años, sintió que el corazón se le salía del cuerpo.
Por fin tenía una oportunidad. O al menos eso creyó.
Porque el día del Gran Cambio, Miguel despertó en un cuerpo que no reconocía. Frente al espejo, una chica de ojos asustados lo observaba. Cabello más largo, piel más suave, curvas que antes no existían. Intentó hablar y su voz sonó más aguda, temblorosa. Se tocó el rostro, el cuello, las caderas… todo era distinto. Todo era femenino.
Pasaron días antes de poder ver a su mejor amiga. No sabía cómo explicarlo, cómo moverse, cómo sentirse. El reflejo del espejo le resultaba ajeno, y al mismo tiempo, innegablemente real.
Cuando por fin buscó a Romina, la reacción fue una mezcla de asombro y ternura.
—No importa lo que haya pasado —le dijo Romina, tomándole las manos—. Sigues siendo tú, mi mejor amigo… o amiga.
Mariel —así empezó a llamarse— aceptó continuar en el grupo de chambelanes. Tuvieron que cambiar los pasos, quitar las cargadas, ajustar los giros porque en su nuevo cuerpo era más pequeña que la festejada y mucho menos fuerte que antes. Pero la parte más difícil no fue el baile, sino verla a ella: Romina, feliz, sonriendo, y cada vez más cerca de Edgar, otro de los chicos.
Un día los vio besándose. Fue como una punzada, un recordatorio cruel de que ya nada sería igual. Romina tenía a alguien, y Miguel… ya no existía.
Sin embargo, Fabián, otro de los chambelanes, empezó a acercarse a Mariel. Al principio solo hablaban, se reían entre ensayo y ensayo. Pero cada vez que él se inclinaba para susurrarle algo al oído, Mariel sentía un cosquilleo nuevo, desconocido, que le recorría el cuerpo sin permiso. Era una mezcla de nervios, calor y curiosidad. Su corazón se aceleraba, su respiración se volvía ligera, y comprendió que esas sensaciones no tenían nada que ver con la tristeza.
El día de la fiesta, todo salió perfecto. Romina brillaba como una estrella, y Mariel, con su traje oscuro y su peinado sencillo, robó más de una mirada. Cuando la música cambió a una más lenta, Fabián se acercó a ella.
—¿Bailas conmigo? —preguntó, extendiendo la mano.
Bailaron en silencio unos minutos, apenas rozándose. El contacto de sus manos, el calor de su cuerpo tan cerca… Mariel sintió que algo dentro de ella despertaba de verdad. Ya no era solo confusión, sino una especie de dulzura cálida que la hacía sonreír.
—Eres diferente —susurró Fabián, viéndola a los ojos.
—¿Eso es malo? —preguntó ella.
—Al contrario. Me gustas mucho.
Entonces él se inclinó y la besó. Fue un beso suave, torpe, pero lleno de algo nuevo. Y en ese instante, Mariel comprendió que su historia no se había terminado con el cambio… apenas comenzaba.
Tal vez no pudo tener novia, pero ahora ella podía ser la novia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario