CAPÍTULO 14: EL JUEGO DEFINITIVO
El gran final estaba frente a ellas. Las Roller Rabbits se enfrentaban a las Cheetahs, un equipo de jugadoras rápidas y duras, que habían dominado la temporada. Era un partido de respeto mutuo, con pocas palabras y mucha acción.
La cancha estaba llena, el público rugía y el bullicio se mezclaba con el sonido de los patines rozando el asfalto. El aire estaba cargado de tensión, el aroma a sudor y goma mezclado con el murmullo de la multitud.
0-0.
Ese había sido el marcador durante casi todo el tiempo. Cada jugada era un enfrentamiento táctico, con ambas defensas imponentes y las porteras reaccionando con reflejos felinos. Había algo en el aire que decía que ese no sería un partido fácil. Nadie había cedido. El respeto entre los dos equipos era palpable. Los golpes, las caídas, las carreras frenéticas; todo era parte de la estrategia, de un juego limpio pero intenso.
Dulce se encontraba en medio de la cancha, sudando, respirando entrecortada. Su camiseta pegada a la piel, el cabello recogido en una coleta apretada. Pero su mente, lejos de estar en su cuerpo, parecía elevarse sobre el juego, observando todo desde una nueva perspectiva. Mientras patinaba en busca de un espacio, sus ojos se fijaron brevemente en una de las jugadoras rivales, una defensora con un uniforme que, como el de ella, marcaba cada contorno de su cuerpo.
Antes, cuando era Esteban, habría sentido curiosidad, morbo incluso. Pero ahora… no. Ahora, no veía eso. No sentía nada.
Solo veía a una rival. Una mujer fuerte, que había llegado hasta allí con su esfuerzo, con su capacidad. Y a ella, Dulce, le costaba cada segundo, cada jugada, ganarse ese respeto, merecer esa admiración.
—¡Dulce, cuidado! —gritó Camila, alejándola de sus pensamientos.
Dulce se apresuró y retomó su posición, lista para la siguiente jugada. El pitido del árbitro las mantenía alerta, no había respiro. Solo quedaban cinco minutos. Las Roller Rabbits estaban al borde del agotamiento, pero ni una sola de ellas se rendiría.
En ese instante, Carlos apareció en su campo de visión. Él estaba detrás de la barrera de jugadores, observando el juego con atención, como siempre, pero con un aire de concentración total. Y luego, le hizo una señal.
Una señal sutil pero clara. El gesto de su mano moviéndose hacia la derecha, como si dibujara un camino, como si le indicara por dónde atacar.
Dulce lo entendió al instante. No era solo un pase. Era más que eso. Era el momento decisivo. Carlos sabía que ella podía hacer esa jugada.
Con una determinación repentina, Dulce rompió la defensa rival, pasando por una brecha que había visto mil veces en su mente. Cada centímetro de la cancha la conocía.
La portera de las Cheetahs estaba lista, pero Dulce ya no pensaba. Solo actuaba.
Con un último impulso, desequilibró a su oponente, pasó el balón a Camila, quien se adelantó rápidamente y metió el gol decisivo. 1-0.
El pitido final llegó casi al mismo tiempo. Las Roller Rabbits habían ganado.
Dulce se quedó un par de segundos observando el balón, que había caído justo en la esquina de la portería, como si no pudiera creerlo. Las chicas estallaron en gritos de victoria, corriendo a abrazarse entre sí.
Pero Carlos estaba allí, esperándola en el centro de la cancha. El tiempo parecía haberse detenido para ella. Él estaba sonriendo, esa sonrisa que había crecido en su corazón durante los últimos meses. No lo pensó más.
Corrió hacia él, tan rápido como sus piernas lo permitieron. En el camino, sintió el calor de la victoria recorriéndole el cuerpo, el esfuerzo, la euforia.
Y cuando estuvo frente a él, Carlos la levantó en brazos, como si fuera ligera como una pluma. Todo lo que había sido antes, todo lo que había pasado en su vida, parecía insignificante frente a ese momento.
Se miraron un segundo, y luego, sin palabras, se besaron. Un beso largo, profundo, cargado de la adrenalina de la victoria y de la seguridad de que algo más estaba naciendo entre ellos.
Era más que un partido. Era un nuevo comienzo.
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