Tenía veinte años y jamás había tenido novia. Mi torpeza social me cerraba las puertas: tartamudeos, silencios incómodos, miradas huidizas. En secreto, mi mayor fantasía era simple: ver qué había debajo de la falda de una chica. Solo eso. Y ni siquiera lo había logrado.
Entonces llegó el gran cambio. Cuando desperté, mi cuerpo ya no era el mismo. Frente al espejo descubrí curvas suaves, pechos firmes, caderas estrechas que terminaban en un trasero redondo… salí corriendo a una tienda departamental y compré una minifalda. Me la lleve puesta y sentí la tela de una falda ligera rozando mis muslos. Esa misma prenda que siempre había imaginado apartar con dedos temblorosos, ahora era mía.
Al volver a casa levanté por primera vez una falda, el corazón me retumbaba en los oídos. No era solo curiosidad, era un vértigo dulce, una excitación que me atravesó entero. Mis manos recorrieron lentamente lo que antes soñaba en otras y nunca tuve. Descubrí que el deseo era aún más intenso cuando se trataba de mí mismo. Desde ese día, cada noche se convirtió en un ritual: falda arriba, manos explorando dentro de mo nuevo sexo, respiraciones contenidas que terminaban en gemidos que jamás pensé escuchar de mi propia garganta.
Con el tiempo dejé de guardar todo para mí. Mi mejor amigo, otro chico torpe como yo, terminó enterándose. Una tarde lo dejé ver. Su mirada, mezcla de sorpresa y hambre contenida, me encendió más que cualquier fantasía pasada. Cuando sus dedos se deslizaron tímidamente bajo mi falda, sentí un escalofrío que me hizo comprender algo: no solo estaba explorando mi cuerpo, también mi identidad, mi forma de sentir, de gozar, de existir.
Nunca tuve novia, nunca toqué a ninguna chica. Ahora soy la novia y la chica a la que tocan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario