Llegué llena de inseguridades, frustraciones sexuales y con una masculinidad rota. Creía que necesitaba terapia, pero lo que realmente necesitaba eran sus servicios.
Una pastilla rosa y tres semanas en sus instalaciones fueron suficientes para borrarme. Cada noche dormía con audios que se colaban en mis sueños y reprogramaban mi mente; cada mañana despertaba con curvas más marcadas, con pensamientos más suaves… con otra persona mirándome en el espejo.
Al final del tratamiento ya no quedaba nada de “él”.
Mi pene se había ido; en su lugar, una vagina sensible y húmeda. Y yo… yo ya no recordaba cómo era sentirse varón. Me miré al espejo y dije mi nuevo nombre: Valeria.
Sin que nadie me lo pidiera, empecé a usar encaje. Me sonrojaba cada vez que un hombre me miraba y me decía algo bonito. Y las frases que antes me parecían absurdas ahora eran mi verdad:
— “No necesito ser fuerte. Solo quiero que me abracen y me digan que soy linda.”
— “Mi cuerpo está hecho para dar placer. Nací para complacer, no para competir.”
— “Los hombres piensan por mí, y yo solo me dejo llevar.”
Hoy vivo con mi futuro esposo.
Le digo “papi” cuando me habla, me siento en sus piernas todo el tiempo y tengo prohibido usar pantalones en casa. Mi rutina es sencilla: maquillaje, obediencia, gemidos. Cocino en lencería, camino descalza sobre la alfombra y espero su mano en mi cintura para que me guíe.
La primera noche con él nunca la olvidaré.
Yo temblaba, envuelta en encaje negro, nerviosa por lo que venía. Él me recostó en la cama, me miró con una sonrisa satisfecha y me dijo que era suya. Cuando me abrió de piernas, sentí un vértigo que nunca había experimentado. Su lengua me recorrió lenta, descubriendo una sensibilidad que me hizo llorar de placer.
Cuando por fin me penetró, arqueé la espalda y grité su nombre. La sensación era completamente nueva: intensa, ardiente, deliciosa. Cada embestida me arrancaba un gemido que no podía controlar. Yo, que alguna vez creí dominar a las mujeres en la cama, estaba ahora jadeando, gimiendo, rogándole que no se detuviera.
Él me sujetó de las muñecas contra el colchón, marcó el ritmo y me tomó como si siempre hubiera sido suya. Mi cuerpo reaccionaba solo: húmeda, temblorosa, rendida. Cuando llegué al orgasmo, me quedé pegada a su pecho, con el corazón latiendo desbocado, entendiendo que ya no había retorno.
Esa noche nací de nuevo.
Ya no era un hombre roto. Era Valeria, una mujer plena, obediente y feliz en los brazos de su “papi”.
Yo quiero ser paciente de esa clínica pls
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