miércoles, 9 de julio de 2025

Un Nuevo Comienzo (6)



Esta entrada pertenece a una serie, puedes encontrar todos los capítulos aquí:

INDICE. ENAMORADO DE MI MEJOR AMIGA

Capítulo 6: Domingos, decisiones y una segunda pastilla

Carolina despertó envuelta en sábanas suaves y con el camisón de Paola aún sobre su piel. Por un momento, olvidó quién era, quién había sido. Solo sentía el calor de la mañana, el olor a café recién hecho y algo dulce en el aire.

Se levantó, aún algo adormilada, y caminó descalza hasta la cocina. Allí estaba Paola, también en camisón, revolviendo una mezcla en un bowl mientras tarareaba una canción de los 2000.

—Buenos días, dormilona —dijo sin voltear.

—¿Estás haciendo waffles?

—Tus favoritos. Con chispas de chocolate. Ya te los ganaste.

Carolina sonrió y se acercó por detrás, rodeándola con los brazos, sintiendo cómo encajaban perfectamente. Eran pareja. Lo eran sin necesidad de decirlo. Porque después de aquella noche, los besos comenzaron a aparecer sin previo aviso. En el sofá. En la cocina. Al despedirse. Y también al despertarse juntas, como ese domingo.

Pasaron el día tiradas en el sillón, viendo películas de terror con mantas hasta la nariz, gritando en las escenas predecibles y riéndose de los efectos especiales. Hablaron de todo. De nada. Y entre conversaciones triviales, Paola la tomaba de la mano o le acariciaba el cabello, como si no pudiera evitarlo.

Después de ese día, se volvió común amanecer en la cama de una o de la otra. La rutina se reescribió con caricias matutinas, desayunos compartidos y despedidas con promesa de verse pronto. En esos días, Paola le enseñó a Carolina muchas cosas sobre su nuevo cuerpo. Lo que dolía, lo que no. Cómo moverse con más comodidad. Qué ropa ayudaba a sobrellevar el periodo. Qué tipo de brasier era el adecuado según la ocasión. Y también esos detalles que solo una mujer le puede decir a otra, susurrados con complicidad.

—Tú ya no eres un chico disfrazado —le dijo una tarde, mientras le abotonaba la blusa con una sonrisa torcida—. Eres una mujer completa. Aunque no lo aceptes del todo todavía.

Carolina, a veces, también lo sentía. Su reflejo en el espejo ya no le parecía extraño. Su voz, sus gestos, su forma de caminar… todo empezaba a ser natural. Paola incluso comenzó a llevarle flores por las tardes a la cafetería. A veces un girasol. A veces un ramo pequeño envuelto en periódico. Siempre con una sonrisa cómplice que le derretía el pecho.

Pero había algo que ensombrecía ese paraíso fugaz.

Quedaban quince días.

Quince días para que la pastilla rosa dejara de hacer efecto. Quince días para que todo volviera atrás. Quince días antes de que Carolina dejara de existir… y Carlos volviera a ocupar su lugar.

Ese pensamiento la acompañaba mientras preparaba café, tomaba pedidos, sonreía a los clientes o contaba los billetes al final del turno.

Y justo en medio de una tarde tranquila, mientras Marcos y Esteban limpiaban mesas y Paola no había llegado aún, un cliente inesperado entró a la cafetería: su tío.

Vestía como siempre: pantalones de mezclilla, bata blanca abierta y una libreta llena de garabatos científicos en la mano.

—¿Tienes un minuto? —preguntó, directo.

Carolina asintió, nerviosa. Lo hizo pasar a la trastienda.

—He seguido haciendo pruebas con la fórmula. Mejoras, simulaciones... y encontré algo. Si tomas una segunda dosis antes de que termine el efecto de la primera, el cambio se vuelve permanente. Irreversible. Tu cuerpo no volvería jamás a ser el de Carlos.

Sacó una cajita de su bolsillo. Ahí estaba. Otra pastilla rosa.

Carolina la sostuvo con manos temblorosas. Era tan pequeña. Tan... poderosa.

—No tienes que decidir ahora —le dijo su tío—. Pero si no haces nada, en quince días esto termina.

Y se fue.

Carolina guardó la pastilla en una bolsita que escondió entre los tarros de té. El corazón le latía como si hubiera corrido una maratón. Esa noche apenas pudo dormir.

Dos días después, mientras Paola reía con un café en mano y una rosa en la otra, Carolina la tomó de la mano.

—Necesitamos hablar —dijo con voz suave.

—¿Pasa algo?

—El domingo. Te invito a cenar a mi departamento. Cocinaré para ti… pero hay algo que necesito decirte.

Paola asintió, con una ceja alzada y una sonrisa curiosa.

—¿Tengo que preocuparme?

—No lo sé todavía —respondió Carolina, sincera—. Pero creo que sí.

Y el domingo se acercaba como una marea inevitable.



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