miércoles, 5 de noviembre de 2025

Una Apuesta de Locos (1)

 



Capítulo 1: Una Apuesta de Locos

Me dejé caer en el sofá como si el mueble fuera un bote salvavidas en medio de una tormenta. Llevaba el cabello despeinado, una camiseta vieja del Atlético de Madrid —tan suave y holgada que era como una segunda piel—, y una pesadez en los ojos de quien lleva semanas sin saber lo que era una rutina productiva. En una mano, una bolsa de papas crujía con cada movimiento; en la otra, el control de la televisión se sentía familiar, un pequeño bastón de mando sobre mi mundo en pausa.

—¿Otra vez viendo los resúmenes del Atlético? —preguntó Sofía desde la pequeña cocina del departamento. La vi prepararse un café, aún en pijama, con una expresión entre burla y ternura que conocía demasiado bien.

—Es investigación —respondí sin moverme—. Hoy hay clásico. Necesito repasar tácticas, alineaciones, energía espiritual…

—Lucas, llevas un mes sin trabajo. ¿No crees que tu energía espiritual debería enfocarse en actualizar tu currículum?

Suspiré dramáticamente. —Ya lo hice. Ayer. O anteayer. ¿Qué día es hoy?

—Sábado.

—Entonces sí, fue ayer.

Este pequeño departamento en el centro, con sus paredes delgadas, muebles de segunda mano y una nevera que gruñe como una fiera enjaulada, era nuestro refugio. Casi un año como roomies, pero nos conocíamos desde la infancia. Nuestra amistad había sobrevivido a exámenes, mudanzas, rupturas… y a una rivalidad futbolística que podía dividir hogares.

Sofía se sentó en el otro sofá con su taza humeante entre las manos.

—¿Y si apostamos algo para el partido de hoy?

Arqueé una ceja. —¿Qué tienes en mente?

—Lo de siempre. Si gana el Real, tú haces algo por mí. Si gana el Atlético, yo lo hago por ti.

—Ok. ¿Y qué es ese “algo”?

—Si pierde tu equipito, tomas esto. —Sofía se levantó y fue a su habitación. Regresó con un pequeño frasquito de vidrio que contenía una única cápsula rosa brillante. Lo dejó sobre la mesa frente a mí con la solemnidad de quien coloca una bomba nuclear.

Lo tomé entre mis dedos. —¿Qué es esto? ¿Un caramelo?

—No exactamente. Una cápsula experimental que me dio mi prima, la loca esa que estudia biogenética. Si la tomas… te conviertes en mujer durante tres meses.

Parpadeé. —¿Estás hablando en serio?

—Totalmente. Y no me preguntes cómo funciona. Solo sé que lo hace. Y tú, amiguito, serías nuestra primera prueba en casa.

—¿Y si tú pierdes?

Sofía se encogió de hombros. —Pago yo la renta y Netflix los próximos tres meses.

Me recosté, pensativo. Estaba seguro de que el Atlético iba a ganar. El Real venía de una semana floja, con medio equipo lesionado. Era una apuesta segura.

—Trato hecho.

Sofía sonrió como si hubiera pescado un pez gigante.

—¡Perfecto! Esta noche, después del partido, veremos si te llamas Lucas… o Lucía.

Esa noche, la emoción en el departamento era eléctrica. El sofá estaba rodeado de snacks, refrescos, bufandas y cánticos improvisados. Me había pintado dos rayas rojas en las mejillas. Sofía llevaba una camiseta blanca del Real con “Sofi” escrito en la espalda con marcador negro.

El primer tiempo fue favorable al Atlético, y ya me creía invencible. Marcaron un gol al minuto 20 y no paré de gritar como un poseso.

—¡¿Ves?! ¡TE LO DIJE!

—Tranquilo, quedan 70 minutos. No cantes victoria.

Y tenía razón. En el segundo tiempo, el Real empató tras un tiro libre espectacular. Me tensé, cruzando los dedos hasta que los nudillos palidecieron. Luego llegó el minuto fatal: 90+1. Contraataque, centro al área, cabezazo… ¡GOL del Real Madrid!

Sofía se levantó del sofá gritando y bailando. Yo, en cambio, me quedé paralizado, el corazón convertido en un puño de hielo.

—No. No puede ser.

—¡SÍ! ¡Lo sabía! ¡Empieza la era de Lucía!

—Sofía, espera. Podemos negociar. Te pago dos meses y tú…

—Ni lo sueñes. Apuesta es apuesta. Y tú ahora eres una chica… por contrato verbal.

Tragué saliva cuando ella sacó de nuevo el frasco con la cápsula rosa. El objeto brillaba de forma casi burlona bajo la luz del comedor.

—¿Segura de que esto es seguro?

—Absolutamente. Más o menos. Mira, si algo sale mal, tengo el número de mi prima y un botiquín con chocolate.

Suspiré, resignado. Sofía me tendió un vaso con agua.

—Vamos, campeón. Demuéstrame que no eres un cobarde.

Con una última mirada de desafío, tomé la cápsula entre mis dedos, cerré los ojos… y me la tragué.

Por un momento, no pasó nada.

—¿Ves? —dije, medio aliviado—. Te dije que era una ton…

Un escalofrío repentino me recorrió la columna vertebral, un latido eléctrico que nació en la base de mi cráneo y se expandió como un derrame. Me tambaleé y apoyé una mano en la mesa.

—¿Lucas? —preguntó Sofía, dando un paso atrás.

Y entonces, el mundo se desdibujó. Sentí un cosquilleo ardiente bajo mi piel, como si mis huesos se estuvieran fundiendo y reformando. Mi camiseta, antes holgada, de repente me quedaba… diferente. La tela rozaba de un modo nuevo, más suave, más consciente de las curvas que no estaban allí antes. Un peso ligero, pero inconfundible, se afirmó en mi pecho. Me llevé las manos al rostro y noté que mis pómulos eran más altos, mi mandíbula más suave.

—¿Qué… qué está…? —Mi voz era un susurro ronco que se quebraba, transformándose en algo más agudo, más claro. Una voz que no era mía.

Miré mis manos. Los dedos se habían afilado, las uñas parecían más largas, y la piel… la piel era más suave, casi translúcida. Un mechón de cabello oscuro cayó sobre mi hombro, luego otro, y otro, hasta que una cascada de ondas me rodeó el rostro.

Mi reflejo en la pantalla negra del televisor me devolvió la mirada. Ya no era yo. Una chica de ojos enormes, llenos de un pavor fascinado, me miraba desde el otro lado. Tenía mis ojos, pero más grandes, con pestañas más largas. Tenía mi nariz, pero más delicada. Era un extraño y un eco a la vez.

—Oh. Por Dios —susurré con esa voz nueva, una voz que salía de mí pero que no me pertenecía—. ¡¿Qué demonios hiciste?!

Sofía estaba boquiabierta. Pero no podía evitar sonreír.

—¡Funcionó! ¡FUNCIONÓ!

Me agarré la cabeza, y noté cómo la textura de mi cabello era sedosa entre mis dedos, tan distinta a la que recordaba. Cada movimiento, cada respiración, era una revelación. El vaquero me apretaba las caderas de una manera nueva, la forma en que mis muslos se rozaban al caminar era un recordatorio constante de la alteración. Este cuerpo no era una prenda vieja y cómoda; era un traje ajeno, extrañamente familiar y aterradoramente nuevo.

—Tres meses… ¿verdad? —pregunté, y esta vez mi voz, la voz de Lucía, sonó más firme, resignada a habitar esta nueva realidad.

—Así es, Lucía. Bienvenida a tu nueva vida. Ah, y gracias por pagar la renta.

Miré fijamente mis manos otra vez, girándolas para observar cada centímetro. Este era mi cuerpo ahora. Durante los próximos tres meses, cada latido, cada respiro, sería de Lucía. Y una parte de mí, atónita y confundida, empezaba a preguntarse no solo qué había perdido, sino qué acababa de encontrar.

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