¿Vale la pena todo ese esfuerzo? ¿De verdad era feliz siendo hombre?
Yo fui un importante ejecutivo en una transnacional. Tenía el mundo en mis manos: dirigía juntas, firmaba contratos millonarios, era el que entraba a un salón y todos se ponían de pie. Pero el precio fue alto.
Primero llegó la calvicie. Después, la disfunción eréctil. Y lo peor: mi esposa se fue con otro… un hombre con más pelo, más energía y más pasión que yo.
Me quedé con una cuenta bancaria llena… pero un alma rota. Y así llegué a la Clínica Venus.
“No quiero seguir así”, les dije.
Ellos me escucharon. Y me dieron la pastilla rosa.
Fueron 21 días de reprogramación sensorial, de entrenamiento erótico, de feminización total. Dormía mientras una voz se colaba en mis sueños y me desarmaba:
— “No naciste para mandar, naciste para obedecer.”
— “Ya no tienes que ser fuerte, solo tienes que ser bonita.”
— “Ser mantenida es libertad.”
Al principio me resistía, pero poco a poco esas frases se volvieron mías. Me descubrí disfrutando la suavidad de la seda en mi piel, la excitación de maquillarme, la deliciosa sensación de aprender a moverme para provocar miradas.
Cuando salí de la clínica, ya no había trajes grises ni portafolios. Los cambié por lencería fina y una cartera rosa. El estrés por orgasmos. El poder por placer.
Ahora soy Isabella.
Tengo un novio alto, guapo y dominante que me adora. Él trabaja, yo me depilo, tomo el sol y me esfuerzo en una sola cosa: complacerlo. A veces me arrodillo frente a él y me siento más viva que nunca, como si al fin hubiera encontrado mi lugar.
Antes creía que era poderoso. Ahora sé que soy deseada.
Y mientras me bronceo en nuestra casa frente al mar, sonrío y pienso:
No perdí nada. Lo gané todo.


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