Capítulo 5: Lo que queda en pie
Llevo quince días. Quince amaneceres en un cuerpo que aún no siento mío del todo. Quince noches en una cama demasiado grande y silenciosa, preguntándome si Elena alguna vez volverá, si esto es permanente, si estoy pagando un castigo divino o simplemente una broma demasiado cruel.
Pero en quince días también he aprendido a trenzarme el cabello, a caminar con tacones sin tropezar, a contestar el teléfono con voz femenina, dulce y melodiosa. He aprendido a aplicarme cremas para cuidar mi nueva piel más sensible, a no reaccionar ante los comentarios incómodos de algunos turistas, y comienzo acostumbrarme a este cuerpo a pesar de todos los inconvenientes.
Las miradas de los hombres siguen siendo lo peor. Me siguen como moscas a un panal, incluso cuando no digo una palabra. A veces son discretos, otras no tanto. Pero cada vez me siento un poco menos vulnerable, un poco más... yo.
Hoy no hubo incidentes. El grupo fue amable, Joana se encargó de los lockers, Ricardo manejó la logística con eficiencia, y Eliot me enseñó un nuevo atajo por el sendero. Terminé el día sintiendo algo parecido a la paz mezclada con mucho cansancio.
...
Llegué a mi departamento y subí las escaleras del edificio con el cabello recogido, el rostro aún con rastros de bloqueador, y una bolsa de tela con mi uniforme sucio al hombro. Al abrir la puerta del departamento, me quité los zapatos, suspiré con alivio y caminé directo a la cocina con la intención de prepararme un té.
Pero al encender la luz, me quedé petrificada.
Allí, de pie junto a la estufa, estaba una joven de cabello castaño claro, ojos grandes y expresión sorprendida. Vestía jeans y una camiseta con letras coreanas. Tenía el mismo lunar que yo, que Daniel, en el pómulo derecho. Mi hermana.
—Hola —dijo la chica, sonriendo con cortesía mientras dejaba una taza sobre la barra—. Soy Tania. ¿Tú debes ser la nueva novia de mi hermano, no?
No pude moverme. Sentía el corazón en la garganta. Sabía que Tania tenía llave. Sabía que venía de vez en cuando. Pero no estaba preparada. No para esto. No para mentirle.
—¿Sabes si él va a tardar? —preguntó Tania, sin perder la sonrisa.
...
Más tarde, estábamos las dos señoritas comiendo en un restaurante local. Yo llevaba mi ropa deportiva y ella, mi hermanita, jeans y un top rosa. Éramos dos mujeres guapas que atraíamos muchas miradas.
Sentía cada mirada como una pequeña linterna sobre mi piel. Había accedido a cenar con Tania después de prometerle respuestas. Pero no esperaba un interrogatorio.
—¿Qué te regalaron nuestros papás cuando cumpliste once? —preguntó Tania entre bocados de ensalada.
—Una PlayStation 1. ¿Cuántas preguntas más vas a hacer antes de aceptar que soy yo? —respondí, cansada.
Tania se cruzó de brazos y exhaló fuerte.
—Es que es difícil de aceptar, hermanito… —bajó la voz—. Te dije muchas veces que las mujeres no somos objetos. Que si tenías una relación debías ser fiel. Siento que… esa Elena solo te dio tu merecido.
Sentí que una piedra pesada me caía en el pecho. Mi hermana menor, la persona que más me había querido, también lo decía. Lo que había hecho estaba mal. Y ahora, además de este cuerpo, tenía la culpa.
—¿Vas a todos lados con esa ropa deportiva? —preguntó Tania, cambiando el tono, quizá queriendo aligerar la conversación.
—Es lo único que tengo que me queda… eso y un vestido formal que espero no volver a usar.
—Las empresas siguen a nombre de Daniel, pero ahora eres gerente de un negocio muy exitoso. No puedes andar por la vida vestida así. Mañana te ayudaré a vestir con estilo.
Dejé el tenedor a medio camino de mi boca.
—¿Espera… qué?
Tania sonrió. Una sonrisa cómplice, como la de antes, cuando hacíamos travesuras y nos cubríamos las espaldas. Solo que ahora, las reglas del juego eran muy distintas.

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