martes, 11 de noviembre de 2025

Bajo la superficie (7)

 


Este relato es parte de una serie.
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Capítulo 7: Bajo la superficie

Como mi hermana me recomendó, había empezado a usar vestidos en la oficina los días sin tours programados. Al principio me resultaba incómodo, incluso ridículo, pero pronto noté algo imposible de ignorar: el efecto que esa ropa tenía en los demás. En especial en los hombres. Las miradas se alargaban. Las conversaciones bajaban de tono. Incluso Ricardo y Eliot, siempre tan profesionales, me observaban más de lo habitual, aunque intentaran disimularlo.

No me sentía del todo cómoda, pero también entendía que proyectaba autoridad de una forma distinta. Era un arma de doble filo, pero por ahora me convenía.

Todo marchaba con normalidad hasta que, dos semanas después, la radio estalló con la voz de Eliot, agitada:

—¡Necesito ayuda! Un turista se cayó en una zanja, se lastimó el brazo y no puedo sacarlo solo.

Reaccioné de inmediato. Le indiqué a Joana que se quedara al frente de la oficina y tomé las llaves del auto. Me giré hacia Ricardo.

—Tú vienes conmigo.

Ricardo asintió sin hacer preguntas. Cargamos cuerdas, arneses y un botiquín en la camioneta. Condujimos tan cerca del sitio como fue posible, pero los últimos metros debimos hacerlos a pie. Caminaba con rapidez, lamentando el hecho de llevar zapatillas y vestido.

Cuando llegamos, Eliot nos hizo señas. En el fondo de una zanja de unos dos metros, un hombre de unos treinta años sostenía su brazo con gesto de dolor. Estaba evaluando rutas y métodos de descenso cuando Ricardo, sin decir palabra, se lanzó

Saltó con una agilidad inesperada. Aterrizó con precisión a pocos pasos del herido, sin perder el equilibrio. Me quedé boquiabierta. Hasta cuando era Daniel, no me habría atrevido a algo así.

—Pásenme una cuerda —pidió Ricardo desde abajo.

Se la lancé. Con movimientos firmes, se amarró a sí mismo y al turista. Hizo una señal a Eliot.

—¡Jalen cuando diga!

En cuestión de minutos, habían subido primero la bicicleta, luego al herido, y finalmente a Ricardo. Todo había salido perfecto. Ni un solo error. Ricardo se sacudió el polvo de las manos mientras yo lo miraba con una mezcla de incredulidad y… algo más.

Admiración. Orgullo. ¿Celos?

Sentía todo a la vez. Celos de que ni siquiera como Daniel hubiera podido hacerlo tan bien. Admiración por la calma y destreza de Ricardo. Y una tensión que no supe cómo interpretar, pero que quedó flotando en el aire cuando él me miró y dijo, con media sonrisa:

—Y eso que aún no me tomé mi café de la tarde.

Me reí suavemente, bajando la mirada.

—Anotado. Te lo debo.

Volvimos al auto en silencio, con el sonido de nuestros pasos sobre la tierra seca acompañando mis pensamientos. Por primera vez, pensé en Ricardo no como un empleado, sino como un hombre, alguien capaz de arriesgar el físico por los demás, que además era responsable y leal. Pensé que cuando volviera a ser hombre podría intentar copiarle algunas virtudes, y si no volvía a ser hombre podía... de repente tuve pensamientos que reprimí de inmediato y que fingí no tener.

Unos minutos después estábamos en las instalaciones de la empresa. Elliot tomó las llaves de la camioneta e improvisó un cabestrillo con una camiseta y ayudó al turista a subirse con cuidado a la parte trasera del vehículo. Dos de los turistas que venían con él se subieron con ellos a la camioneta. El resto decidió volver al hotel a descansar.

—Yo lo llevo al hospital —dijo Eliot, seguro—. Es mi grupo, sigue siendo mi responsabilidad.

Asentí con un gesto silencioso. Saqué mi billetera y le extendí un par de billetes de denominación grande.

—Por si hace falta —le dije.

—Gracias, jefa —respondió Eliot, y se marchó sin más.

El motor se perdió en la distancia. Me quedé un instante en silencio, observando el camino de tierra vaciarse. Ricardo se acercó a mi lado, limpiándose las manos con una toalla húmeda que había llevado en el bolso.

—Siempre tan comprometido ese muchacho —comentó él.

—Sí —respondí, todavía pensativa—. Me gusta que el equipo actúe sin esperar instrucciones. Dice mucho de ustedes.

—Y de quien los lidera —agregó Ricardo, sin mirarme directamente.

Le contamos lo sucedido a Joana, quien escuchó las hazañas de Ricardo con atención. Al terminar, se disculpó —ya había pasado su hora de salida y tenía un compromiso—, y se marchó con una sonrisa cansada.

Ricardo fue el encargado de cerrar el local. Ya me había quitado los zapatos y me había recogido el cabello cuando lo vi aproximarse a la puerta, con las llaves en la mano.

—¡Espera! —dije, levantando dos botellas de cerveza desde el umbral de mi oficina—. Hiciste algo heroico hoy. Mereces un poco de reconocimiento. Ven, acompáñame un rato.

Ricardo dudó apenas un segundo, luego asintió con una sonrisa y me siguió hasta la oficina.

Sentados en los sillones bajos junto al escritorio, repasamos una vez más la escena del rescate. Ricardo hablaba con sencillez, casi restándole importancia a lo ocurrido. Yo lo escuchaba, fascinada por la claridad con la que narraba los hechos, por la forma en que su cuerpo parecía tan en calma, incluso después de la tensión del día.

—¿Siempre fuiste así? —pregunté, alzando una ceja—. Tan… preparado para todo.

Ricardo sonrió con modestia.

—No tanto. Estudié enfermería. Tengo una licenciatura, de hecho.

—¿Enfermería? No lo hubiera imaginado.

—Sí. Me gusta cuidar a los demás… pero también mancharme las manos. Siempre soñé con un trabajo como este. Aventura, naturaleza. No soy de los que aguantan una clínica mucho tiempo.

Bebí un sorbo, sin apartar la vista de él.

—Soy el mayor de tres hermanos. Mi papá murió cuando yo tenía doce, así que me tocó crecer rápido. Trabajaba medio turno desde los trece para ayudar en casa.

Sentí algo apretarse en mi pecho. No solo admiración: una especie de conexión. Él era más joven que yo, por un par de años, pero en muchas cosas se notaba más entero.

Mientras lo escuchaba, noté una mancha oscura en su camiseta, a la altura del costado.

—¿Eso es sangre? —pregunté, poniéndome de pie.

Ricardo me miró primero las piernas y luego su propia camisa, algo sorprendido.

—¿En serio? No lo sentí.

Ya había tomado el botiquín de la repisa.

—Quítatela. No es una sugerencia.

Ricardo obedeció, quitándose la camiseta con cierta torpeza. Bajo la luz cálida de la oficina, su torso mostraba algunos arañazos y dos pequeños cortes, superficiales pero visibles. Probablemente se los había hecho al trepar por la zanja.

Me senté frente a él y comencé a desinfectar la zona con una gasa. Mis dedos rozaban su piel mientras aplicaba el antiséptico. Él mantenía los ojos fijos en mí, tranquilo. Yo, en cambio, sentía que mi respiración se aceleraba. La calidez del momento se me metía por los poros. Y entonces, con un sobresalto íntimo, noté la humedad entre mis piernas.

Intenté que no se me notara. Terminé de vendarle con manos firmes, aunque por dentro temblaba. Al alzar la vista, mi rostro quedó muy cerca del suyo. Demasiado cerca.

Ambos nos quedamos así por un par de segundos. Ninguno se movía. Ninguno hablaba. Solo respirábamos el mismo aire.

—Gracias por curarme —murmuró él, suave.

Luego se incorporó y comenzó a ponerse de nuevo la camiseta.

—Ya es tarde —dijo—. Será mejor que vayamos a casa los dos.

Asentí en silencio, sin moverme aún de mi lugar.

Cuando él se fue, me quedé sola, con la cerveza en la mano, mirando mi propio reflejo en el vidrio de la ventana.

Había estado a punto de besar a otro hombre.

Y no cualquier hombre. Un compañero. Un subordinado. Un amigo.

Y lo peor —o lo mejor, según cómo se mirara— era que lo había deseado.

Por primera vez, me sentí realmente confundida.

¿Qué pensaría Ricardo si supiera quién era realmente?

Y más aún: ¿qué estaba sintiendo yo?

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