–Vamos, Ángel, concéntrate...
El reclamo del profesor López, seguido de un insensible acorde en el piano, me estremeció. Yo no podía quitar mi atención del alboroto fuera de la casa. Me fascinaba el futbol –de forma inevitable–, y los rítmicos golpes de los balonazos, entremezclados con los hechizantes gritos de entusiasmo de mis vecinos, se me volvían un torturante llamado al juego.
Karen, mi madre, que, recostada en el sofá, fingía leer, intervino de inmediato:
–Si no muestras respeto por la clase, olvídate de salir hoy a la calle...
Suspiré.
–Sí, Karen...
López, el disciplinadísimo e inconmovible director de un famoso coro infantil, sonrió.
–Perdóneme, maestro –agregué...
–Otra vez, desde arriba, entonces...
Reinicié la escala, tratando de que mi voz sonara más definida, más cristalina...
Estaba yo, entonces, a dos semanas de mi doceavo cumpleaños: era un niño ordinario, lleno de vitalidad, pese a las excentricidades de mi madre. Ella, blanca, rubia, guapísima, me había tenido a los quince, fruto de un romance fugaz que prefería no mencionar, y era una actriz fracasada.
Hasta un año antes, mi madre sólo se dedicaba a dos cosas en la vida: a presentarse en castings –buscando el papel que, al fin, la condujera al estrellato– y a complacer a su amante en turno. Desafortunadamente, su falta de talento actuaba en contra. Conseguía, sí, esporádicas apariciones en anuncios televisivos (donde su voz podía ser doblada); y mayormente participaba como edecán de una compañía cervecera. Esto último, sin embargo, la conflictuaba un poco.
–Soy una actriz de carácter –me repetía, mientras se colocaba la minúscula ropa, antes de algún evento–, y tengo que perder el tiempo en esto para que comamos, en lugar de ir por mi estelar...
De apariencia juvenil, no representaba sus 27 años: con el cuerpo escultural, macizo, y una piel de porcelana, bien podía pensarse que apenas había rebasado la adolescencia. Lo entallado y lo justo le quedaban, pues, de maravilla: sabía portar ropa provocativa, y lucir tanto sus impresionantes curvas como sus enormes y firmes senos.
–Las mujeres tenemos esta ventaja –me subrayaba, acariciándose las nalgas–. Lástima que naciste hombre: nunca sabrás todo lo que se puede obtener con esto...
En esta lógica, no era raro que se fuera a la cama de productores anodinos o de directores de segunda, para abrirse paso en el "medio artístico"; o que los recibiera en la propia. Al menos una vez a la semana, la veía subir a su cuarto, acompañada.
–Es Ángel, mi hermanito –le decía a su "pareja" del momento, señalándome, y yo me limitaba a sonreír estúpidamente.
Sin embargo, su fama de irresponsable y sus nulas capacidades eran más fuertes: nadie la tomaba en serio. Se la fornicaban con gusto; nunca la respaldaban.
No es necesario decir que nuestra situación económica era malísima. Ciertamente habíamos conocido tiempos mejores, mucho mejores: mis abuelos, de hecho, habían sido ricos (¡cómo extrañaba las Navidades a su lado, llenas de juguetes, luces, pavos y jamones importados; las fiestas que me organizaban, con golosinas a pasto, magos, payasos y globos; las vacaciones en Houston, en Los Ángeles o en alguna playa maravillosa!); e incluso tras su muerte (en un dramático accidente automovilístico), nos habían dejado protegidos. Lamentablemente, la fatua e irreflexiva actitud de mi madre había dado al traste con la herencia: despilfarro tras despilfarro, había reducido el cuantioso legado a una pequeña casa, en una colonia de clase media, y a un viejo Volkswagen. Nuestro refrigerador se mantenía ya prácticamente vacío y, día tras día, se amontonaban las deudas. El único testimonio de nuestro pasado lujoso era una habitación rosada, donde mi madre amontonaba sus muñecas y sus fotografías de niña mimada.
Pese al futuro poco alentador, yo trataba de pasarla lo mejor posible, y de no amargarme por las carencias. Iba bien en la escuela, jugaba futbol en un parquecillo frente a la casa, contaba amigos por montones, y me empeñaba en no ilusionarme por los lujos que me estaban vetados (¡hasta mi Xbox y mi Game Cube habían terminado en una casa de empeño!). En tal sentido, aprendí a amar los pequeños regalos cotidianos de la vida: disfrutaba intensamente, por ejemplo, los paseos dominicales en el pequeño auto, de color verde escandaloso (al que me refería siempre como "nuestro limón"), que finalizaban en algún pueblito cercano, donde comíamos fruta barata; o las escapadas vespertinas a los bazares, para localizar "joyas" entre la piratería (CD’s y DVD’s incluidos).
Sin embargo, una tarde, mientras limpiábamos la casa, mi mamá insistió en que interpretara con ella un tema que estaba preparando para audicionar en una comedia musical. Jamás lo había hecho, y, de inmediato, se manifestó la perfección de mi voz.
–Tú tienes un don que a mí no me concedieron –me dijo, estupefacta, interrumpiendo las tareas–: con esa voz podrás llegar a donde yo siempre he soñado...
A partir de entonces, toda la dinámica cambió. Para decirlo claramente, mi madre se obsesionó por canalizar en mí sus metas frustradas: contra mi voluntad, el canto se me volvió centro de vida.
De entrada, me anotó en una academia mediocre (cuya colegiatura pagó con favores sexuales).
–Es un principio –sentenció.
Después, cuando conoció, por casualidad, al profesor López, no descansó hasta seducirlo, primero, y convencerlo, más tarde, de que me diera clases particulares. Para ello, vendió el Volkswagen y compró un desgastado piano de marca regular. ¡Se habían acabado las salidas dominicales!
–Tu hermano sería una maravilla en el coro –le decía él–. Como soprano, tiene coloratura, agilidad, brillantez... Que asista, Karen. No te cobraré.
–Para nada –reviraba mi madre–: Ángel debe brillar por sí mismo. ¿No es capaz de gran virtuosismo? Tú lo has dicho...
–Sí, pero...
–Nada... Lo que es, es...
Obvio: el futbol resultaba una amenaza, porque, según mi madre, me distraía del canto. Y jamás respondió a mis súplicas de incorporarme formalmente a un equipo.
–No, Ángel –gimoteaba–... Te desenfocas...
A veces, ella recurría al llanto abierto:
–No seas egoísta... Después de todo lo que he hecho por ti, apóyame con esto...
Yo aprovechaba cualquier oportunidad para marcharme al parquecillo, a fin de perderme temporalmente en la convivencia con mis amigos, en la pelota, en el extenuante ejercicio, en el envolvente y tibio aire.
"No quiero dedicarme al canto", pensaba. "¡Seré futbolista!".
Y le ponía empeño al juego, en serio, mostrando un talento natural que sorprendía a mis vecinos. Pero la perfección de mi voz era una maldición. De cualquier manera, terminaba por sentirme culpable, y regresaba a la casa, bajo una especie de obscura desesperanza.
–¡Hola, vocecita! –me recibía mi madre– ¡De aquí, al éxito!
Lo único que me permitió fue dejarme el cabello largo, para mostrar mi admiración por David Beckham, y eso debido a que, en su opinión, me veía "más guapo" y "más tierno".
–Tienes mi mismo tono rubio, mi piel nívea y mis ojos azules... Agradéceme eso... No eres feo y prietito como esos nacos con los que pierdes el tiempo, pateando la pelota...
Una tarde, mientras comíamos-cenábamos sándwiches de mayonesa frente al televisor, oímos el anunció que cambió mi vida.
–El objetivo del reality show "Cantar y jugar" –explicaba en pantalla Yves Chassier, un famoso productor de origen francés– es encontrar a las nuevas estrellas infantiles. No buscamos sólo belleza física, sino talento... Cantantes, verdaderos cantantes...
Mi madre saltó del sillón.
–¡Ángel! ¡Nuestra oportunidad llegó!
La mañana siguiente, no salió del cibercafé. Fumando, nerviosa, buscó, leyó y releyó las bases del show; se aprendió de memoria los requisitos, y cuidó que los llenara a detalle; ubicó la hora y el lugar del casting de los niños; e hizo varias impresiones de los formatos para entrega.
–Llevaré copias –me decía–... Una nunca sabe...
Justo el día de mi cumpleaños, ataviados con la mejor ropa que nos quedaba, tomamos un colectivo y, después, un autobús, para llegar a los estudios de la televisora. Mi madre me había ordenado interpretar para los jueces el Avemaría de Schubert (cuya partitura llevaba en su bolsa de mano), y todo el camino me fue dando indicaciones para, como decía ella, "deslumbrarlos con majestuosa presencia escénica". Lamentablemente, nos retrasó un grupo de manifestantes que se dirigía al centro de la ciudad (profesores de primaria y militantes izquierdistas, procedentes de un estado del sur del país): el autobús se vio atrapado justo encima del puente vehicular más alto de la ciudad.
–¡Demonios! ¡Demonios! –gruñía.
–Respira, Karen –trataba de sosegarla...
–¡Si al menos pudiéramos bajarnos!...
Arribamos a la televisora con dos horas de retraso, y la fila de aspirantes, en el estudio "A" era enorme. Ahí nos mantuvimos. Mi madre buscaba, de rato en rato, alguna cara conocido (alguno de los productores con los que se había acostado): el único que vio, fingió no conocerla.
Cuando faltaban unos cinco chicos para que entrara yo, Yves Chassier en persona se apersonó ante nosotros.
–Gracias por venir, pero el casting está completo...
Mi madre corrió tras él:
–Señor Chassier, yo...
–El casting está completo –repitió–... Lástima...
Recuerdo la patética escena de mi madre: paralizada, con un rostro de decepción, furia y espanto. La tomé de la mano, con todo el cariño que pude:
–Regresemos a casa –le susurré...
No me escuchó. En cambio, giró los ojos hacia el cartel, descollante: "Jugar y cantar. Reality show. Casting para niños: estudio "A", de 7-13. Casting para niñas: estudio "C", de 15-21". De pronto, se le iluminó el rostro.
–Tenemos poco tiempo...
Con una energía increíble, mi madre se echó a correr hacia una plaza comercial cercana. La seguí, con sensaciones de absurdez. "¿Poco tiempo?", pensé. "¿De qué habla?". No tardé en emparejármele:
–¿Qué onda? –le pregunté, jadeante– ¿Adónde vamos?
Por respuesta, mi madre atravesó como bólido el estacionamiento dela plaza, y me guio hacia una tienda departamental. Luego, sin titubear, se encaminó hacia la sección de niñas. Yo la seguí, en estupefacción. De pronto, se detuvo y tomó un vestido de gasa de algodón, con estampado de corazones. Lo colocó a mi lado, y me lo arrojó.
–Vamos a que te lo pruebes...
La vi, con total incredulidad.
–¿Estás loca, Karen? ¡Ésta es ropa de mujer!
Me soltó una bofetada. La primera en toda mi vida.
–¡Obedece! ¡No podemos dejar que la oportunidad se escape! ¡El tiempo es oro!
Mientras me arrastraba a los vestidores, supe plenamente cuál era su plan: ¡me haría concursar como chica en el reality show!
–Mi hermanita va a medirse esta prenda –le señaló a la encargada...
–¿Perdón? –fue la respuesta...
La encargada no era estúpida: no había una niña frente a ella, sino un niño.
–Nos urge, por favor –insistió mi madre.
Con incredulidad, la encargada nos dio acceso. No ocultaba, sin embargo, su turbación.
Una vez solos, mi madre fue directa, casi ejecutiva.
–Quítate el pantalón y la playera...
Lo hice. Mi madre me contempló con horror.
–¿Qué rayos es eso?
Me vi.
–No entiendo...
–¿Por qué te pusiste ese bóxer tan horrible? ¡Evidentemente, es de niño!
–¡Porque soy niño, Karen!
–¡Se te marcará!
–¡Ya, mamá! ¡No voy a hacer esto!
–¡Harás lo que te diga, pinche mocoso!... Retírate el bóxer también, las calcetas y los tenis, y mídete el chingado vestido, que ya regreso... ¡Y no me digas mamá ahorita!
Una vez que quedé en cueros, tomó toda mi ropa y se la llevó. No me quedó más remedio que ponerme el vestido. Lo recuerdo bien: me quedaba casi diez centímetros por encima de la rodilla, y tenía tirantes finos ajustables, cuello V con lazo de fantasía, costura con volante bajo el pecho, fruncidos en la parte superior trasera, cintura elástica con cinturón a contraste (para anudar bajo trabillas) y pespuntes tono sobre tono. Me vi al espejo: gracias al cabello largo, el reflejo era idéntico al de las fotos infantiles de mi madre. Quiero decir: no vi a Ángel, sino a Karen-niña: las mismas piernas, torneadas, resplandecientes; las mismas nalgas, firmes, en forma de pera. Se me despertaron sensaciones raras, de golpe, y tuve una erección. Justo en ese momento, entró la encargada, así que me senté en el banquito y apreté los muslos...
–¿Estás bien? –averiguó, suspicaz.
–Sí –respondí–. Por supuesto...
–¿Quién es esa chica?
–Mi hermana...
–Esto que te voy a preguntar es delicado. Dime la verdad...
–Claro...
–¿Eres niña o...?
–¡Es niña! –nos llegó una voz tajante...
Mi madre había regresado. La encargada titubeó.
–Señora, yo...
–Dile tú –me ordeno–. Dile lo que eres...
Las ganas de gritar y de salir corriendo estuvieron a punto de rebasarme. Pero no pude desobedecer:
–Soy niña...
–Desafortunadamente, mi hermanita es un poco machorra para vestir –siseó Karen–. Tenemos una fiesta, y nuestra mamá me pidió que viniera a comprarle algo... A ella no le gusta que parezca niño... ¿Verdad?...
–Así es –coincidí, notando tanto la horrenda presión del momento como el malestar que me brotaba por tener que hablar de mí en un género que no me pertenecía–... Sólo somos dos hermanas, de compras...
La encargada salió. Mi madre se sacó algo, que traía escondido bajo la blusa, y me lo lanzó.
–Ten...
Era una pantaletita de Hello Kitty, color rosa chicle...
–Karen, ¿qué onda?
–Son tus calzoncitos... ¿Qué más?... Me los acabo de robar... Úsalos...
Me alcé el vestido sin quitármelo, y, comencé a deslizarme la pieza, notando en mi piel el etéreo frote de los ribetes satinados: nunca había imaginado que la textura de los atavíos íntimos femeninos fuera así: tan sutil y acariciante.
–Quiero que se lleve la ropa puesta –le dijo mi madre a la encargada, cuando salimos–. ¿Dónde puedo pagar?
La encargada nos escoltó a una caja.
–¿Irá descalza la niña? –deslizó, con sarcasmo.
–Ya pasaremos a zapatería –respondió, seca, mi madre.
Y en efecto: de la caja (donde mi madre usó una tarjeta de crédito casi en el límite), fuimos por calzado: unas sandalias espartanas plateadas, con tiras con hebillas de fantasía y broches verdaderos ajustables en el tobillo... Abandonamos la tienda, contando las pocas monedas en efectivo que nos restaban...
–Ahora –me ordenó–, trata de imitarme al caminar. No abras tanto las piernas, al dar el paso... No... Así no... Con delicadeza... Como niña...
–Karen... Me siento mal...
–Que te calles... Manteen los hombros hacia atrás y la pelvis ligeramente inclinada...
Traté de darle gusto.
–Mucho mejor –persistió–... Ahora, asienta la punta del pie primero... Bien... Con firmeza... Mantén el balance del peso allí...
–¿Así?...
–Más o menos... Apóyate menos en el talón... Eso... Sí... Sí...
–Ésta no es una buena idea, mamá...
–Que no me digas mamá... Avanza... Coloca un pie delante del otro... Excelente... Consérvalos en el centro de tu cuerpo... ¿Ves cuán fácil es?... ¡Ya estás caminando como chica!... Sólo cuida que tus dedos "vean" siempre al frente...
–Pero...
–Todo esto es por nuestro futuro... Recuérdalo
–¡Ay, Karen!...
–Sigue... Sigue... Comienza a balancear tus bracitos con delicadeza, poco a poco... Con feminidad... Piensa que eres niña... Repítelo mentalmente: "soy niña, soy niña"...
Seguí caminado, en confusión total, ¡tratando de imaginarme y de sentirme de un sexo distinto al mío!... De pronto, mi madre pareció inconforme:
–¿Qué pasa, Karen? –averigüé– ¿Te convenciste de lo ridículo del plan?
–Algo te falta... Sí pareces mujercita, pero...
Ante sus palabras, tuve otra erección...
–¡Demonios! –se interrumpió– ¡También necesitamos controlar eso!
Con dos empujones, mi mamá me dirigió al supermercado. Ahí, compró una paleta helada y una manzana; luego, tomó de la sección de regalos una diadema para el pelo, en tonos plateados, forrada en listones de popotillo y de satín. Finalmente, en la farmacia, pidió una inyección, alcohol y cinta adhesiva. Entonces, nos dirigimos a uno de los baños de mujeres de la plaza, checó que estuviera vacío, entramos y cerró la puerta.
–Ve a orinar –indicó, severa.
Fui a un retrete, y me coloqué frente a él... Me interrumpió:
–¡Como hombre, no!...
Por primera vez en mi vida, comencé a levantarme un vestido y a bajarme una pantaleta, para sentarme y descargar mi vejiga. Mi erección era inmensa. En cuanto el chorro dejó de sonar, mi madre se arrodilló frente a mí.
–Párate...
Lo hice. En ese momento, me tomó con violencia el pene, lo jaló entre mis piernas, y comenzó a asegurarlo, con la cinta adhesiva, en esa posición. Se me retrajo...
–¡Duele!...
–¡Cállate!...
Terminó de ocultar mi masculinidad en un santiamén, dejándome plano el vientre. Ella misma me subió la pantaleta, y me acomodó el vestido.
–Estoy incómodo...
–Desde este momento, comienza a hablar en femenino... No podemos arriesgarnos...
–¿A qué te refieres?
–Di: "estoy incómoda"...
–Estoy incómoda...
–Aguántate, ya te acostumbrarás...
Salimos del retrete hacia los lavabos, y me hizo recargar el estómago en uno de ellos.
–Respira, y déjame hacer...
Primero, dejándole el empaque, me puso la paleta en el lóbulo de la oreja derecha, hasta que éste se me adormeció. Después, puso la manzana tras de él, cogió sólo la aguja de la inyección ¡y me lo atravesó! Oí el crujido de mi piel, seguido por el golpe acuoso de la fruta. La sangre manó, pero me enjuagó con agua y con alcohol.
–¡Arde! –me quejé...
–¡Aguanta!
Procedió a quitarse uno de sus aretes y a colocármelo. Después, repitió la operación en mi otra oreja.
–Te ves mejor... Ya casi acabo...
Fue por papel higiénico a uno de los retretes y, tras secarme bien, me acomodó un poco el pelo, con raya al lado, y me embonó la diadema. Por último, sacó un gloss de su bolsa de mano, y me delineó los labios, empapándome de sabor a fresa.
–¿Qué opinas? –disparó...
Alcé los ojos: la feminización era sorprendente: frente a mí, había una chiquilla guapísima, de ojos grandes y boca almibarada: ¡una versión actualizada de Karen-niña!
–Siento que no soy yo –respondí con lentitud...
–Vayamos de regreso a la televisora...
Durante el camino de regreso, me fue marcando otros detalles de mi caminar y de mis gestos. Poco a poco, la sensación de tirantez en la entrepierna comenzó a resultarme dolorosa, pero no me atreví a expresarlo.
–Te queda mucho por aprender... Lo importante, ahora, es que pases el casting y entres al reality show... Ya iremos trabajando...
–Karen, tengo miedo... Se darán cuenta de que soy niño...
–¡Que hables en femenino!... Y no creo... Así vestida, eres un vivo retrato de mí a tu edad... ¡Nunca me había dado cuenta que tienes piernas de mujer! ¡Tan gorditas y tan redondeadas!...
–¡Karen!
–¿Sabes? No interpretarás el Avemaría... ¿Te acuerdas del cd de "El Sueño de Morfeo", que compré en el bazar?
–¡Llevas semanas torturándome con él, Karen! ¡Me he aprendido las letras!
–¡Perfecto!... Cantarás "Ésta soy yo"...
Caminé en silencio, repentinamente consciente de dos cosas: de que ahora mi vientre estaba adormecido y ya no había en él dolor, y de que estaba a punto de interpretar una canción que decididamente no era para un chico.
Llegamos a tiempo al casting. Las niñas comenzaban a apretujarse en el estudio "C" (creando un mar de falditas; de aromas delicados, dulces), pero mi madre estaba decidida a todo. Reubicó al tipo que se había acostado con ella, y fue directa:
–Deja de hacerte pendejo... Me habías prometido un chingo de cosas por cogerme, y no has cumplido...
Armando, el tipo, trató de escabullirse:
–Señora, perdóneme pero no la conozco...
–Pero yo sí me acuerdo de ti y de tu eyaculación precoz... ¿Quieres que lo grite?
Para mala fortuna de Armando, una chica del equipo se acercó.
–Te habla Yves, mi amor... Pregunta dónde dejaste el vino tinto para los jueces...
Armando contestó de manera conciliadora:
–Iba por las botellas a mi coche, bombón, pero me detuvo esta amiga... Karen: ella es Fanny, mi novia...
–¡Hola! –pescó mi madre, al vuelo– ¿Así que tú eres la famosa Fanny? Armando habla mucho de ti...
–Lo sé –sonrió–... Estamos súper-enamorados... ¿Traes a alguien al reality?
–A mi hermanita –contestó, jalándome...
Armando abrió los ojos como platos:
–¿No tenías un hermano? –cuestionó.
–Sí –explicó mi madre, con sangre fría–, pero sólo sirve para jugar futbol... El talento artístico de la familia está en nosotras, las mujeres...
–¡Vaya! –me vio Fanny, con complacencia– ¡Y también la belleza!
–Gracias –respondí, intentando no temblar.
–Armando –sentenció Fanny–, dale un pase vip a... ¿cuál es tu nombre?
Quedé en silencio cinco segundos: no supe qué responder. Mi madre intervino:
–Angélica... Se llama Angélica...
–Sí –completé–... Para servirles...
–Pues un pase para Angélica: que sea de las primeras. Es del estilo de chicas que le gusta a Yves...
Pálido, Armando sacó un gafete de cartón:
–Serás la segunda en el casting...
–Gracias –siseó mi madre, guiñándole un ojo...
A las 15 horas en punto, sintiendo el sofoco de un montón de luces, mi madre y yo esperábamos en la primera fila de un teatro estudio. Los jueces eran tres: Thea, una famosa cantante; Jaime Rocha, un compositor y celebrado pianista; y Gabriel Jarrell, un insoportable crítico de música.
La primera concursante fue Carolina, una chica de facciones marcadamente indígenas a la que no le permitieron, siquiera, entonar una estrofa completa. Ante mi horror, la descalificaron con aridez y crueldad.
–Número dos –gritó Gabriel Jarrell...
Subí al escenario con pánico absoluto, sintiendo la boca tan seca como un pedazo de adobe y lamentándome de no haberle pedido agua a mi madre. Suspiré. Por los reflectores, no podía distinguir a quienes llenaban el auditorio, pero los ojos de los jueces eran suficientes para perforarme. Suspiré audiblemente, y comencé a cantar a capela:
–Dicen que soy un libro sin argumento / Que no se si vengo o voy / Que me pierdo entre mis sueños. / Dicen que soy una foto en blanco y negro / Que tengo que dormir mas / Que me puede mi mal genio. / Dicen que soy una chica normal / con pequeñas manías que hacen desesperar / que no se bien donde esta el bien y el mal / donde esta mi lugar. / y esta soy yo asustada y decidida / una especie en extinción / tan real como la vida / y esta soy yo ahora llega mi momento / no pienso renunciar / no quiero perder el tiempo / y esta soy yo, y esta soy yo…
–Tienes una voz maravillosa –me interrumpió Thea...
–Y un estilo completamente natural –agregó Jaime...
Gabriel Jarrell permaneció en silencio.
–Voto a favor –siguió Thea...
Jaime sonrió:
–¿Qué opinas tú, Gabriel?
Jarrell suspiró. Tomó su copa de vino y la olió...
–Opine lo que opine, estás pensando en votar a favor... ¿Cierto?
–Cierto –dijo Jaime...
Jarrell se encogió de hombros:
–Entonces omitiré mis comentarios acerca de lo ruda que se ve esta nena...
–Un poco, sí –argumentó Jaime–... Pero lindísima... Con todo para conquistar al público masculino, y para una carrera larga... Imagínatela en dos o tres años...
Temblé, ostensiblemente.
–¿Cómo te llamas? –se dirigió Thea a mí.
–Angélica –respondí.
–Pues, felicidades, Angélica... Bienvenida a "Jugar y cantar"...
En aturdimiento total, quise regresar a los sillones, pero un asistente me condujo tras bambalinas. Sin esperármelo, de pronto me vi frente a una cámara. Don, un conductor televisivo, me colocó un micrófono frente a la cara.
–Angélica, eres la primera niña seleccionada para el reality show. ¿Cómo te sientes?
Titubeé.
–Muy... contenta...
No atinaba a decir más. Un pensamiento me golpeaba la cabeza: "han creído que soy mujer, han creído que soy mujer, han creído que soy mujer". Para bien y para mal, Karen se colocó a mi lado...
–Mi hermanita está cumpliendo su sueño... Apóyenla, por favor...
Don agradeció la entrevista, justo cuando un tipo con acento extranjero se acercó:
–Soy Pierrick, asistente ejecutivo del señor Yves Chassier. Por favor, acompáñenme.
Fuimos con él a una oficina, donde mi mamá entregó los formatos que llevaba listos, firmó una especie de contrato, y recibió tanto un paquete informativo ¡como un cheque!
–Al recibir este pago –explicó Pierrick–, Angélica y usted, como su apoderada legal, oficializan una exclusividad con la televisora...
–Lo entiendo
–La exclusividad se mantendrá, en tanto ella permanezca dentro del reality show... Así que nada de entrevistas a medios de comunicación no autorizados...
–De acuerdo...
–Calendarizaré una sesión de fotos con Angélica, y alguien de mi oficina se comunicará con ustedes... De momento, las espero el viernes... Traigan ropa para un fin de semana... Gracias... ¡Buena suerte!
Cuando salimos de la televisora, mi madre casi volaba.
–¡Por fin, por fin! –remachaba, jubilosa.
Yo, en cambio, avanzaba con la cabeza baja.
–Karen, yo...
–¿No estás feliz?
–¡No!... Quedé en el reality, pero como alguien que no soy yo...
–Sí, y tendrás que seguirlo siendo...
–Pero, ¿no estamos cometiendo una especie de estafa?
Mi madre lanzó una carcajada:
–Serénate... Deja todo en mis manos... Tu transformación apenas ha comenzado...
Quedé de una pieza...
–¿Transformación? ¿en qué?
Karen sonrió:
–¿En qué?... Obvio, tontita: en niña...
No hay comentarios:
Publicar un comentario