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Capítulo 3 - La mansión
La mañana pasó rápidamente y Tony y Shirley estaban listos, esperando que los recogieran para llevarlos a la casa de campo. A pesar de los esfuerzos de su prima para tranquilizarlo, Tony seguía sintiendo una mezcla desconcertante de emociones. Aunque comenzaba a sentirse más cómodo con su apariencia femenina —sobre todo cuando veía que nadie parecía sospechar nada—, de vez en cuando la vergüenza lo golpeaba de nuevo, especialmente cuando alguna ráfaga de viento le recordaba lo corta que era su falda.
—No te preocupes tanto —le decía Shirley con una sonrisa divertida mientras él intentaba disimuladamente alisar su faldita—. Nadie sospechará nada, créeme. Te ves encantadora.
Pero Tony no estaba tan convencido. El pensamiento de conocer a las otras chicas lo llenaba de ansiedad. ¿Y si se daban cuenta? ¿Y si lo señalaban, se reían o, peor aún, lo delataban?
La finca estaba situada cerca de la casa de la Tía Mary, pero el acceso principal quedaba en el extremo opuesto, por lo que necesitaban que alguien los llevara en auto. A Tony le dio un vuelco el estómago cuando vio llegar el coche. Anne, una de las chicas del proyecto, iba sentada en el asiento delantero. Su madre conducía.
Shirley lo tomó del brazo con naturalidad y lo empujó suavemente hacia el asiento trasero junto a ella.
—Vamos, Antonia —dijo, con una sonrisa encantadora.
Tony se sonrojó al escuchar su nombre femenino tan claramente pronunciado, pero subió sin decir una palabra. Sentado junto a su prima, trataba de mantenerse tranquilo. Anne se giró un poco y lo saludó con una sonrisa.
—Hola, Toni. Shirley nos ha hablado mucho de ti.
Tony intentó devolver la sonrisa, pero solo logró un gesto torpe y tímido. Entonces la madre de Anne comentó:
—Qué niña tan preciosa. No tienes por qué estar nerviosa, cielo.
Tony quiso que la tierra lo tragara. La palabra “preciosa” resonaba en su cabeza como una burla, aunque sabía que no lo decía con mala intención. Miró a Shirley, suplicando en silencio que la conversación cambiara.
La llegada a la casa de campo no ayudó. Era un edificio grande y elegante, situado a unas cuantas centenas de yardas de la mansión principal. Al bajarse del auto, el corazón de Tony latía con fuerza. Las demás chicas ya estaban ahí, y cuando Shirley lo presentó como su “pequeña prima Antonia, o Toni para abreviar”, sintió que quería salir corriendo.
—¡Qué linda eres! —exclamó una de las chicas, acercándose con una sonrisa—. Me encanta tu vestido, es adorable.
—Sí, pareces una muñequita —añadió otra.
Tony bajó la cabeza, sintiendo que se ruborizaba. Quería gritar: ¡Soy un niño!, pero se mordió la lengua. Por un instante, una idea absurda cruzó por su mente: ¿Y si levantaba la falda y les mostraba la verdad? Por supuesto que no lo haría. Jamás se atrevería, por desesperado que estuviera.
El personal les mostró sus habitaciones. A él y a Shirley les tocó compartir una, lo que, extrañamente, le dio algo de consuelo. La habitación era enorme, con una cama doble, cortinas vaporosas y un baño privado. Shirley, como siempre, se hizo cargo de todo y comenzó a desempacar.
—No tienes que hacer nada —dijo alegremente mientras colgaba los vestidos y organizaba el maquillaje—. Solo relájate y trata de disfrutar.
Tony no respondió. Se sentó en la cama, observando cómo los vestidos se alineaban en el armario, con “sus” prendas mezcladas entre las de Shirley. Ver eso le producía una extraña mezcla de emociones: incomodidad… pero también una pizca de curiosidad.
Después de instalarse, bajaron al comedor donde los esperaba una señora amable, que se presentó como la administradora de la finca.
—Tienen acceso a los jardines y las áreas asignadas para el proyecto —explicó—. Pero eviten acercarse al resto de las habitaciones de la mansión, y por favor respeten la privacidad de los inquilinos del anexo.
Tony escuchaba en silencio, sin atreverse a intervenir. Durante el resto de la tarde, las chicas se sentaron a planear el proyecto, hojeando libros, compartiendo ideas y, naturalmente, hablando… como chicas. Tony se sentía cada vez más fuera de lugar. Se limitaba a asentir de vez en cuando, tratando de no llamar la atención.
—¿Vas a clases de ballet, Toni? —preguntó de pronto Gwen, sacándolo de su ensimismamiento.
—Er… no —dijo Tony, sorprendido y, como siempre, ruborizado.
—Deberías. Con tu figura, seguro te verías preciosa con un tutú. Yo usé uno el año pasado y fue mágico. Me sentí como una princesa.
—Ugh, ciertamente no todas anhelamos eso —intervino Tracey con desdén.
—Claro, tú ni siquiera usas falda si puedes evitarlo —replicó Gwen—. Apuesto a que para ti es una tortura vestirte de chica.
La conversación se desvió hacia una pequeña discusión, y Tony agradeció que, por fin, nadie le prestara atención. Se hundió en el sofá, fingiendo interés en la televisión.
Más tarde, cuando llegó la hora de dormir, Tony pensó que por fin se libraría del disfraz… aunque fuera solo por unas horas.
Pero Shirley tenía otros planes.
—Toma, esto es para ti —dijo mientras sacaba del armario un camisón rosa con volantes—. Es suave y cómodo. Y además, tenemos que cuidar tu peinado.
Tony miró el camisón como si fuera una trampa.
—¿En serio tengo que ponerme esto?
—Claro que sí —respondió Shirley, como si fuera lo más natural del mundo—. Además, dormirás con estos —añadió, mostrándole un paquete de rodillos.
Tony suspiró, resignado. Pronto se encontró de nuevo vestido como una niña, esta vez con un camisón que le parecía aún más humillante que la ropa del día. Se metió en la cama sintiéndose agotado.
Mientras Shirley apagaba la luz, Tony miró al techo. Deseaba que todo esto fuera solo un mal sueño. ¿Y si al día siguiente se despertaba y todo había sido una fantasía?
Pero sabía que no. Las molestias de los rodillos en su cabeza eran prueba suficiente. Sintió el camisón arremangarse involuntariamente mientras se movía, dejando al descubierto sus braguitas. Se tapó de inmediato, sonrojado aunque no hubiera nadie que lo viera.
Aun así, mientras sus pensamientos comenzaban a desvanecerse, le vino a la mente una idea desconcertante: ¿Y si realmente empezaba a gustarle?
No era solo la ropa… era el sentimiento de suavidad, de ligereza. A veces, usar vestido se sentía… ¿liberador? Pero no podía pensar así. Era un niño. Los niños no usaban esto. ¿O sí? ¿Y si no había nada de malo en ello?
Con esa confusión instalada en su mente, Tony cerró los ojos.
Y durmió.